Domingos

El lunes me subí al coche y el malo malísimo que había escondido en el asiento de atrás me apuntó con una pistola y me dijo: “Arranca. No hagas ninguna tontería”. Yo no lo dije, pero pensé “¡Já!», puse el motor a todo trapo y empecé a hacer eses y trompos hasta que el malo perdió el arma y se tiró en marcha mientras una patrulla de policía nos perseguía a toda velocidad. Es extraño porque yo no tengo coche ni carné de conducir.
El martes estaba en una lavandería de esas tan monas, con mi cesto de ropa blanca, y conocía al hombre de mi vida. Ha entrado, nos hemos mirado y alguien ha puesto unos violines a toda pastilla para que nos enamoráramos. Es extraño porque yo tengo lavadora en mi casa.

Por la tarde, por alguna razón que no recuerdo, teníamos nuestra primera bronca y entonces yo salía corriendo y él me perseguía como por cinco manzanas de Nueva York gritando mi nombre, pero yo no me paraba hasta que de repente se ponía a llover como si no hubiera mañana y entonces me quedaba quieta para que me diera un beso bajo la lluvia mientras otra vez alguien subía los violines. Es extraño porque yo no corro ni aunque me persigan.

El miércoles, estaba en el chino de debajo de mi casa y un yonqui entró a robar. “¡Rápido! ¡Todo el dinero que hay en la caja”, dijo, mientras apuntaba al pobre chino con otra pistola y cara de loco. Suerte que detrás de mí había un policía de paisano, clavadito al agente Peña de Narcos, y lograba reducirlo, aunque antes recibía un tiro y yo me asustaba muchísimo porque ya estaba también medio enamorada. Afortunadamente, el tiro fue en un hombro – a los policías guapos nunca les dan en otro sitio- y al día siguiente, cuando le llevé una caja de donuts al hospital –detalle que le hizo mucha gracia porque para entonces él también estaba un poco enamorado de mí- el policía solo tenía el brazo en cabestrillo. Es extraño porque debajo de mi casa –lástima-, no hay ningún chino.

El jueves fue bastante movido. Me tocaba guardia en el hospital. Estábamos todos esos médicos guapísimos y yo en nuestra salita de esperar a que pasen cosas comentando lo tranquila que estaba la noche cuando por radio nos avisaban de alguna catástrofe y empezaban a llegar sin parar heridos al borde de la muerte. A mí me tocaba el herido más guapo y antes de meterle en quirófano tenía que reanimarle y hacerle el boca a boca para salvarle la vida y tal. Luego ligábamos un poco mientras él estaba ingresado y reconozco que me enfadé bastante cuando el tipo se fue sin despedirse después de que le dieran el alta. En realidad, el hombre había ido a comprarme un anillo a Tiffanys. Esa misma tarde volvió, se arrodilló en el pasillo y me pidió matrimonio mientras todo el hospital aplaudía y sonaba una música súper cursi. Yo le dije que sí, lo cual es extraño porque a este señor, al fin y al cabo, no le conozco de nada.

Otra cosa curiosa que me pasó otro día es que viajaba con mi marido para celebrar nuestro décimo aniversario con tal mala suerte de que a los 20 minutos de vuelo nos salía un espontáneo que decía que había secuestrado el avión. Delante teníamos a la típica rubia que se ponía histérica y no paraba de gritar hasta que alguien le pegaba una torta. Hay gente que no sabe estar a la altura de las circunstancias. Es así. Yo no me asustaba nada porque sabía que en tierra había un negociador negro súper guapo que iba a saber manejar la situación. Y efectivamente, al final aterrizábamos sanos y salvos y al darle la mano en señal de agradecimiento al negociador yo me daba cuenta de que ya no quería a mi marido. Nos hemos terminado fugando el negociador y yo. Es extraño porque yo soy muy, muy leal.

Eso fue un viernes, creo, pero no me hagáis mucho caso.

El sábado estaba en un sitio feo, feo, en plena guerra, y peleándome todo el rato con un fotógrafo de AP bastante mono. De repente empezaban a bombardearnos y teníamos que salir pitando y recorrernos la guerra de arriba a abajo mientras las balas nos pasaban rozando y las bombas destrozaban todo lo que quedaba justo detrás de nosotros. Cuando por fin pararon de tirotearnos y bombardearnos, el fotógrafo mono al que yo pensaba que le caía mal se dio cuenta de que yo sangraba por la boca porque de la tensión (la de las bombas y la sexual) me había mordido el labio. De su chaleco de bolsillos sacó un montón de carretes con el próximo World Press Photo y luego una gasa y alcohol para curarme. Después me dio un beso largo, me preguntó si me dolía el labio y yo le mentí y le dije que no, porque para qué estropearlo. Es extraño porque nadie lleva ya carretes.  

Ayer no soñé nada. Qué aburridos son los domingos.