Yo no quería, pero he soñado con el senador del PP que llevó al escaño una bandera, una foto del Rey enmarcada y una corona.
Soñé que llamaba a todos sus contactos constitucionalistas del teléfono para ver si tenían alguna de sobra y luego, sin desanimarse un segundo ante ese primer intento fallido, la buscaba por todo Madrid: en el rastro, en los bazares chinos y también en Amazon y wallapop. Soñé que regateaba -no es fácil ponerle precio a algo así-, que la pagaba y que volvía a casa inflado de orgullo mientras en su cabeza sonaba a todo volumen el Morricone de La Misión.
Lo vi buscando un sitio para guardarla mientras llegaba el día, probando en el recibidor, encima de la televisión, en la mesilla de noche, en el cajón de los calcetines. Vi cómo se la probaba, guiñándole un ojo al espejo, como haría un rey magnánimo y campechano.
Soñé que se acostaba la víspera de la performance con la ilusión de la noche de Reyes, nerviosísimo. Le vi levantarse el día-D, mucho antes que el sol, preparar el café, imaginar, mientras lo bebía, los aplausos de los compañeros, las portadas de los periódicos, quizá hasta una llamada de La Zarzuela -“No hay de qué”-.
Soñé que al preparar el kit para salir de casa descubría con horror que bandera, foto y corona eran tres elementos para solo dos manos y le vi responder a este nuevo obstáculo con determinación, atusando la corona sobre el cabello. Lo imaginé metiéndose así en el ascensor, y sonreír en el portal al vecino que volvía con el periódico en la mano, pensando: ‘mañana me verás ahí’. Oí cómo saludaba con un real buenos días, de corazón, al taxista antes de bajar la corona hasta el regazo. Soñé que llegaba al Senado y que introducía el kit monárquico, a regañadientes, en el detector de metales ante una pareja de policías ojipláticos antes de subir las escaleras hasta su escaño con la ilusión del primer día. Allí, le vi colocar con primor el set para las cámaras. Le vi ensayar varias poses, dudar si era conveniente sonreír para la eternidad o adoptar un gesto serio, dada la gravedad del momento. Al final, ni para ti ni para mí, con mascarilla. Soñé que una vez colocado todo a su gusto, le daba unas palmaditas cariñosas a la corona, como hacen los amos con sus perros para gratificarlos cuando responden satisfactoriamente a una orden. Imaginé que salía del Senado como Luis Miguel Dominguín de la habitación de Ava Gardner o William Wallace del campo de batalla. Le vi, de hecho, buscar en Spotyfy la banda sonora de Braveheart para deshacer el camino hasta casa, pensando que los transeúntes con los que se cruzaba le lanzaban miradas de aprobación y gratitud, casi como pequeñas reverencias, que él devolvía con un gesto de cabeza, como quitándole importancia, aunque la tuviera. Le imaginé luego, años después, poniéndose la corona de vez en cuando en casa si un día estaba más bajo de ánimo, riñendo a algún niño que había encontrado el escondite: “¡Con la Monarquía no se juega!”.
Yo no quería, pero ayer soñé con el senador que llevó una corona al escaño. Espero que esta noche se me aparezca el chico de 56 años de Brioni.

