Sabina

Me gustó mucho antes de entenderlo, como pasa a veces con las obras de arte. Yo era una niña y él, la banda sonora de mis padres, sentados en la primera fila de la sala de conciertos, que primero fue un Seat Ibiza y luego un Seat Toledo. A fuerza de darle vueltas a la cinta, aprendí aquellos estribillos tristes mucho antes de tener la edad para comprender por qué lo eran. Cantar sus canciones, a ratos en alto y otras para dentro, ayudaba a no marearse por aquella carretera llamada La Espina, que era el peaje de curvas que había que pagar para ir de Galicia a Asturias y de vuelta a Galicia.  El equilibrio, dicen, está en el oído.

Sabina nos acompañaba siempre. Él nos contaba sus cosas y nosotros, las nuestras. Cuando nació mi hermano, le presentamos al nuevo miembro del clan, que ya viajaba en una sillita de bebé por esa carretera a la que año a año iban borrando espinas.  

Algunas canciones nos hacían gracia, como “la del pirata cojo con cara de malo”, y el “¡todos menos tú!”, que cantábamos a grito pelado.  Crecer era entender de qué hablaba Sabina en las otras. Oír o dar portazos que sonaran a signos de interrogación. Saber que existía la posibilidad de un amor civilizado, pero que el bueno era el otro, el que mata, el que nunca muere. Aprender que hay besos que envenenan y que, a veces, los gatos se escapan por los tejados. Crecer era visitar la calle Melancolía, el boulevard de los sueños rotos, la posada del fracaso, la ciudad prohibida. Y volar, volar tan deprisa. 

El mundo era un escaparate, y Sabina te invitaba a entrar y ver todo lo que había dentro. Sus canciones te acercaban a lo que parecía muy diferente o muy lejos, como hacen los buenos reporteros. Podías ponerte en el lugar de princesas y magdalenas porque él sabía escribir líneas que borraban prejuicios-, y compadecerte de los soberbios – ver todo lo que se perdían por no estar atentos.  

Me educaron entre los tres -mi padre, mi madre y Sabina- . Y por eso me permito felicitarle desde aquí en su 70 cumpleaños. Es de la familia.    

Sirenas

Es un debate recurrente, y a veces acalorado, como el de Messi o Maradona; Brandon o Dylan; con o sin cebolla. ¿Funcionan las relaciones entre periodistas y no periodistas? Yo soy escéptica. Cuando algún compañero/a me cuenta que se ha echado novio/a, siempre les pregunto lo mismo: ¿Es periodista o normal? Lo hago desde el cariño y desde la preocupación. Porque sé lo que hay.  Empiezan muy bien –los polos distintos se atraen-, pero tarde o temprano se impone la realidad: las sirenas tienen que volver al mar, y los humanos, a la superficie. 

Me explico.

Por ser periodista, me creía que tenía cierto mundo, que sabía cosas. Es decir, había viajado a países que empiezan por Y; había estado en palacios y en chabolas, con reyes y yonquis, y una vez asusté a un empleado de Apple con la cantidad de contactos que tenía en el móvil –el hombre me cogió de la mano mientras esperábamos con angustia a que la agenda bajara de la dichosa nube-. Pero un día me di cuenta de que, en realidad, soy una ignorante. Y lo aprendí a lo bruto, en Instagram. 

Vi que la gente hacía un montón de cosas que yo no hago. Por ejemplo, pan. ¿Cuánto tiempo libre hay que tener para hacer tu propio pan? Les vi grabarse mientras hacían ejercicio con luz natural.  A-plena-luz-del-día. Les vi nadar, correr, esquiar, pedalear, subir montañas, bajar ríos, montarse en globo, pasar “una divertida tarde en los karts”; Les vi hacer cursos de maquillaje, de fotografía, de aeromodelismo; viajar (por turismo), plantar árboles, pintar cuadros, beber zumos de naranja en albornoz, recoger setas. Y mirar al infinito. Sin parar.  

Los periodistas vemos, en la distancia, ese mundo fascinante de ocio que nos enseña Instagram y queremos acercarnos. Nos mata la curiosidad. Entonces caemos, nos autoengañamos. Creemos que por emparejarnos con alguien normal se abre la posibilidad de tener una vida ídem, con jornadas de ocho horas, festivos, derecho a los hobbies y a hacer tu propio pan.  

Ellos también se autoengañan. Les gusta esa pasión con la que hablamos de las cosas, les hace gracia que a veces salgamos de refilón en la tele y que midamos el tiempo en legislaturas. Los comienzos son magníficos. Se divierten, se ríen, lo pasan bien. Al principio les enternecen nuestras crisis de fe, nos consuelan cuando lloramos y compran cava para brindar cuando damos una exclusiva. Quieren creer. Se agarran a nuestros días buenos como si no hubiera mañana, porque saben que mañana a lo mejor rellenamos dos en lugar de cuatro columnas y todo se desmorona. Las primeras semanas justifican con orgullo nuestras ausencias – “Ha tenido que ir a cubrir tal”; “Se ha quedado en casa escribiendo…”-. Pero un día se hartan de esa tendencia nuestra a pasar de la miseria a la euforia y otra vez a la miseria o de que nos acordemos del día en que dimitió fulanito, pero no de que habíamos quedado para cenar.  Lo que les parecía exótico empieza a resultar pesado; lo que les llenaba de orgullo, ahora les cabrea. Y es normal. 

Como ellos.   

Estoy convencida de que, si les preguntáramos, dos de cada tres médicos recomendarían esas alianzas, sobre todo a nuestro gremio, por lo saludable que resulta tener cerca a alguien que le reste importancia a las cosas y que intente hacernos descansar. Pero lo nuestro no tiene remedio, es crónico. No hay antídoto para este veneno y lo peor: nadie lo está buscando –he investigado-.    

Por eso cuando mis compañeros me responden: “Es periodista”, me quedo más tranquila. Pienso que tienen más posibilidades de sobrevivir y me los imagino comentando las portadas del día siguiente en la cama, antes de dormir, o jugando a las tertulias en casa…esas cosas que solo, ni fu ni fa, pero que en pareja te motivas, como los abdominales. 

Existe una tercera vía. A veces es más fácil si, aun dedicándose a otra cosa, la pareja comparte nuestra misma enfermedad, es decir, la vocación. Esto descarta la posibilidad de que me eche novios notarios, controladores de parquímetros o podólogos, supongo.  A cambio, creo que podría encajar muy bien con astronautas o espías. 

A ver, a alguno le ha salido, y desde aquí les felicito. Ahora aparecerán listillos con una ristra de nombres de parejas periodista-normal. Bien, son excepciones que confirman la regla, o candidatos a la beatificación, porque no hay quien nos aguante. Luego hay casos y casos. No daré nombres, pero conocí a una chica que se enamoró de una persona jurídica. Ella disimulaba, tenía sus novios y tal, pero el amor de su vida era una cabecera. Fue a primera vista. La pobre escribía cartas de amor todas las semanas a un código postal. Se quedó muuuuuy colgada. 

Lo demás es mucho más fácil: Maradona, Dylan, con cebolla.