Si algún día me deja el periodismo, sólo sé hacer dos cosas en la vida. Uno: sé qué canción es en cuanto escucho la primera nota; Y dos: adivino los diálogos y los finales de las series. Mi oído tiene memoria de elefante, pero no encuentro la forma de sacarle rentabilidad. Con la segunda habilidad intuyo que podría ganar millones de dólares. ¿Qué canal o productora no querría saber con antelación qué serie va a funcionar y cuál no? Si adivino el final enseguida, descartada. Si tardo unos cuantos capítulos, contratamos una temporada. Les ahorraría a los señores de la HBO muchísimo dinero, por no hablar de la humillación de tener que cancelar la emisión por falta de audiencia. Eso se paga.
Como catadora de series, viviría en Nueva York, en un loft con ladrillo visto lleno de metros cuadrados. Tendría una cocina con isla a la que vendrían a hacer platos sofisticadísimos mis amigos. Mi salón sería como el de Gertrude Stein, siempre atiborrado de artistas. Uno de ellos, que es fotógrafo, me haría un retrato precioso, lleno de pestañas, pómulos y sombras. De esos que dan ganas de tener nietos para decirles un día: “Pues esa soy yo”.
Nos acostaríamos a las tantas, después de hablar sin parar de cosas que parecían no tener importancia. Por las tardes me pondría el proyector para trabajar y destripar la serie. Con una copa de champán en una mano y un bolígrafo entrenado para la máxima crueldad en la otra. Cada domingo un repartidor recogería mis sentencias: “Desaconsejo absolutamente la compra de Harrington Abbey. Está clarísimo que el dueño se va a enamorar de la sirvienta, la deja embarazada y él se arruina en plena Guerra Mundial”. O: “Visto bueno a la contratación de The Zimmermans. Me ha costado un rato comprender que eran marcianos que iban a descubrir la cura a todas las enfermedades de La Tierra”.
Por supuesto, de vez en cuando, habría galas. Y el presidente de EEUU vendría a hacerse una foto conmigo y a sugerirme, disimuladamente, que le diera mi endorsement a su candidato a juez del Supremo o similar. Yo llevaría unos vestidos absolutamente ideales porque además de dinero, tengo buen gusto. Y como también tendría tiempo libre, mi entrenador personal, que es un encanto, me habría esculpido un cuerpazo de infarto.
Por el gusanillo, porque, en el fondo, los millones nunca me curaron del periodismo, de vez en cuando escribiría alguna crítica en The New York Times. De series y también de películas. Los actores no dormirían de los nervios, sabiendo, porque es así, que un halago mío lanzaría su carrera y un reproche les generaría traumas de por vida.
Nunca tendría amigos actores. Hay que saber separar el trabajo del placer.
Como soy rica, pero tengo clase y principios, nunca aceptaría los contratos de publicidad. Ni los del champú que quisieron multiplicar sus ventas con mi melena ni los de la pasta que no se pone blanda porque además -a quién voy a engañar-, yo no sé cocinar.
Me invitarían a un montón de cosas a las que, por supuesto, no tendría ganas de asistir. Y las revistas especularían con mi vida sentimental, sin imaginarse por un momento cómo de guapo e inteligente es mi novio secreto.
Pero sólo si algún día me deja el periodismo.