No va a salir en los periódicos, pero en mi familia es una noticia de cinco columnas. Mi padre, profesor de matemáticas, se ha jubilado esta semana después de 39 años dando clase.
Me hubiera gustado llenarle la nevera de dieces en matemáticas, pero no le llevé ni uno. Es más, tuvo que sufrir varios vergonzantes suspensos, de los que aún me arrepiento. En cuanto pude, además, le traicioné escogiendo todas las asignaturas necesarias para no tener que hacer nunca más una integral; eso incluía latín (que me aburrió muchísimo) y literatura gallega (que me encantó).
Sé que él, al principio de los tiempos, mucho antes de que yo viniera al mundo, quiso ser piloto. También rechazó una oferta para ser hombre del tiempo porque, en ese momento, aprobó la oposición. Después se fue enganchando a dar clase porque es lo que suele pasar con los oficios que, además de un trabajo, son un servicio. Y sé que fue un magnífico profesor porque le importaba lo que hacía; porque había, en su día a día, satisfacciones y frustración.
Probablemente esta misma semana se hayan jubilado muchos otros profesores y seguro que gran parte de ellos habrán llegado al final exhaustos, quemados, desencantados con su profesión. Mi padre ha sabido dejar la enseñanza en el momento justo. Se va como hay que irse de las fiestas o de las relaciones: sabiendo que te echarán de menos.
No va a salir en los periódicos, pero esta semana se retira un hombre que borró cientos de veces una pizarra y corrigió miles de exámenes. Que enseñó a alumnos brillantes y normales, educados e insoportables. Que recibió a padres ingenuos y soberbios. Y que sé que celebró los sobresalientes en matemáticas de sus alumnos como si hubieran sido míos. A esos chavales, mi agradecimiento: en algún momento, fuisteis los responsables de que mi padre estuviera contento.
Disfruta mucho, papá. Te lo has ganado.