Ganas de otros

Ganas de otros

Al final va a ser verdad eso de que los periodistas vivimos en una burbuja tuitera y ensimismada y también va a ser cierta esa frase tan cursi de que lo importante no es el destino, sino el camino. Te das cuenta cuando viajas con tiempo y no llegas la estación de tren o al aeropuerto con la hora pegada, sino con margen para observar la fascinante naturaleza humana. Todo está ahí: lo mejor y lo peor; el amor y el desamor; los codazos y el altruismo.

Esas parejas rotas que por alguna razón aún se obstinan en disimular, es decir, en viajar juntos, aunque en realidad caminen hace mucho a un metro del otro, sin hablarse. Esas familias a las que la aerolínea ha colocado en asientos diferentes y cuando vas a ofrecer el tuyo para que la mujer pueda sentarse con su marido descubres que no es madre de dos, sino de tres – él la reclama constantemente para cualquier tontería- y ella te implora con la mirada que no le cambies el sitio, que quiere meterse en el cuerpo de una soltera, al menos durante esa hora de vuelo, y respirar. Ese gallito de corral que habla en el vagón del AVE a voz en grito por el móvil creyéndose el lobo de Wall Street. Ese tipo que se tira todo el viaje insinuándose a su compañera de oficina cuando es obvio que a ella el que le gusta es el de recursos humanos que se ha puesto los cascos y ha pedido que lo despierten al llegar.

Esa comunión que genera la adversidad, es decir, Ryanair, cuando alguien descubre en la cola de embarque que les cobran por cada maleta porque no son “priority” y los amigos del alma que acaban de hacer le ayudan a repartir pertenencias para no recordar el viaje por el suplemento de chiquinientos euros con el que empezó. Ese chaval que llama a su madre para decirle, con mucha pena, que le han quitado en el control la crema que le dio – “porque eran 200 mililitros, mamá, y no dejan más de 100. Lo siento muchísimo”- y se despide con un “te quiero” sincero, desacomplejado, aunque tenga gente respirándole en cada oreja porque el ser humano es así, se pega al de delante en las colas de embarque como en los semáforos y como en el supermercado, no se vaya a colar nadie. Ese hombre mayor que, al oír al chaval, detecta lo mismo que yo, que va a ser un tipo estupendo, y le explica que a él también le quitaron no sé qué en el control para que el chico no se sienta mal por no saberlo o por no acordarse porque también los veteranos pagan a veces la novatada. Esa empleada de Ryanair que es maleducada con los pasajeros que tienen preguntas porque está cansada, porque le pagan mal o porque es así de serie, y esa otra a la que los mismos pasajeros con las mismas preguntas despiden con una sonrisa, porque ella, aunque no tenía respuestas agradables, ninguna de esas que empiezan con un “no se preocupe”, la llevaba siempre puesta.

Esas amigas que hacen un esfuerzo monumental para juntarse una vez al año lejos de sus vidas y responsabilidades y cogen trenes, autobuses, aviones y coches para imitar un rato a los turistas y posar en las fotos como posa esa gente de los folletos de viajes: feliz, despreocupada. Y cómo fingimos que no hace tanto calor, y cómo nos metemos alegremente en esas playas que parecen piscinas, porque hay tanta gente en el mar que hay que nadar por un carril invisible, pero estrecho. Y cómo todo sale, al final, peor de lo planeado, porque el ocio debe de ser así, una cadena de imprevistos, y cómo siempre, al llegar a casa y deshacer la maleta, y cada vez que recuerdas el viaje a partir de ese día, te ríes. Porque habrá gente que no necesite ese respiro de su familia en el avión, y habrá parejas acarameladísimas de luna de miel, y mundos donde le gustas al de recursos humanos y donde el lobo de Wall Street no grita en un vagón de tren porque viaja en jet privado. También existen, de hecho, compañías diferentes a Ryanair, pero la vida es lo otro: que te quiten o prescindir de los potingues que compramos para parecernos a las chicas de los anuncios; no tener un minuto que perder facturando y llevar en la maleta lo justo: ganas de otros, que es muy distinto a querer ser otro.

Perdonar a Dios

Recuerdo perfectamente el día que Dios dejó de interesarme porque fue el día que murió mi abuela Fina. Yo tenía 10 años y aquello me pareció una canallada imperdonable. Para entonces ya tenía el vestido de la primera comunión y por no plantar a toda la familia en el altar (y renunciar a los regalos) hicimos juntos ese último sacramento. Se equivocó tres pueblos, porque además, era con mi abuela con la que iba a misa. No se me olvidará nunca tampoco la vez que descubrí en la iglesia que ella movía la boca pero no cantaba. A mí me salió del alma un “¡abuela, no te la sabes!”, justo cuando terminaba la canción y la colleja que me dio se oyó en Malpica. El último recuerdo que tengo de ella, el que me pongo de vez en cuando, no es de cuando colaron a sus nietos en el hospital, sino de aquel día, cuando la miré de reojo para ver cómo de enfadada estaba y vi que tenía una sonrisa de oreja a oreja. Por mi culpa.

Los creyentes siguen perdonándole -terremotos, inundaciones, accidentes de tráfico, epidemias…- porque la fe es ciega, como los enamorados. Pasa en la religión, en el amor y en el fútbol: es difícil juzgar con objetividad al que te hace -o te hizo- feliz. Disponen de un margen de error más grande, suficiente para que yo recuerde aquella colleja con un cariño infinito; para que las parejas decidan convivir voluntariamente con los defectos de otro – o incluso para que los olviden completamente si les abandonan- y para que nadie queme la camiseta de su jugador favorito cuando se entera de que ganando chiquinientas veces más, ha decidido estafar chiquinientos euros a Hacienda.   

El colmo de todo esto es Maradona. Dedicó buena parte de su vida, con obstinación y método, a autodestruirse. Pero el 25 de noviembre, cuando murió por cuarta o quinta vez, pero esta de forma irreversible, los fogonazos de genialidad se impusieron sobre los años tristes y patéticos. Los periódicos fueron a finales de los ochenta para escoger la foto de portada de la misma forma que millones de personas buscaron en internet los vídeos hipnóticos de la mejor etapa -el gol del siglo, el juego con la pelotita de papel albal, el calentamiento del Live is Life– en lugar de esos otros donde discute con unos niños o apenas se tiene en pie. “Bailaba rebien”, dice en el documental de Kapadia Claudia Villafañe, madre de dos de sus muchos hijos. “No sabéis lo que os habéis perdido”, pintó alguien en el muro del cementerio después de que Maradona regalara al Nápoles su primer scudetto. ¿Cómo no perdonar a Dios, que nos hizo tan felices?

Venus

De momento es un gas fétido, pero menos es nada. Lo atribuyen a “microbios suspendidos en las nubes” y aún así, el titular era alentador: Hallados posibles indicios de vida en Venus. Mis grupos de whatsapp echaban humo. “¿Y si el hombre de nuestras vidas está allí, esperándonos?”; “En este planeta yo no veo nada”. “¿Tendrán pulpo y empanada?”. “A ver cuándo me das un nieto”.

Era perfecto porque Venus es el planeta más cercano a La Tierra y varias de mis amigas se marean en los viajes largos. Si nos lanzábamos, siempre podríamos pactar con nuestro novio extraterrestre que unas navidades aquí y las siguientes en Venus. “En verano, como mucho bajamos al sur, a las Rías Baixas”. Luego vino lo de a qué estaría dispuesta a renunciar cada una, y aquí ya se dejaron ver las cobardes: “Pues marisco a lo mejor sí hay, pero pimientos de Padrón ya te digo yo que no”. “¿Pero tú que prefieres? ¿Pimientos o…?”. “La Estrella Galicia nos la llevamos de aquí y no te pongas estupenda que te he visto beber Cruzcampo sin rechistar”. Las peores, de todas formas, eran las escépticas, las que seguían leyendo el texto de la noticia: Venus es el gemelo infernal de la Tierra. Si un humano pudiese pisar su superficie moriría al instante. “400 grados… ¡Pero si tú vives en Madrid! ¡Pues habrá trajes especiales!”.

Yo solo digo una cosa: por lo menos en lo que se ve en la foto – tomada por la sonda japonesa UVI-, Venus, sin filtros, es bien bonito. “¡Hay que seguir leyendo!”: En comparación, las nubes altas de Venus parecen el Edén…. “Mira, dice una de las astrofísicas responsables del estudio: Si hay vida en Venus, la habrá en muchos otros lugares. “¡Es que os precipitáis!”. Y es imposible que la vivienda sea más cara que en Madrid. “Tía, un vestidor, ¡imagínate!”. Puede que tuviéramos que cambiar de aficiones, pero total ahora es como si no las tuviéramos: “¿Hace cuánto que no ves al de la oficina que te gusta?”.

Trabajo, de lo nuestro, siempre hay. Otra cosa son las condiciones. “A ver, habrá que contar lo que pasa allí y hacer que se peleen entre comunidades de microbios, ¿o va a haber café para todos?”. Ahí ya se fastidió: Torra; Puigdemont; “el Senado tendría que ser una verdadera cámara territorial”; la vuelta al cole; Marie Kondo; Gürtel; Filesa; Kitchen; los ERE; Venezuela; Tebas; con cebolla; sin cebolla; la tasa Google; Los taxis; VTC; Ponce; el cartel de Patria; la gala de los Goya; Woody Allen…

– “¿De qué íbamos a discutir en Venus?”

– “Pues ahí te doy la razón: eso no es vida”.

Diario de la desescalada (III)

Fase: 0

Pasos: 6.087

Horario: de 21 a 22.15

Consumo de móvil: 10 horas, 4 minutos

Playlist:

Flight over África, John Barry

Siboney, Connie Francis

Nessum Dorma, Pavarotti

Dream a little dream of me, Ella Fitzgerald

Purple rain, Prince

At Last, Etta James

Ancora, Ludovico

I Think of you, Rodriguez

Way down in the hole, Domaje

Wild horses, The Rolling Stones

Outfit: mi sudadera vintage de Polaroid, mallas del Decathlon, pelo mojado.

Paisaje:

Gente haciendo planes…

Reencuentros:

Hola Julia

Dios aprieta… pero no ahoga: ¡Galicia a domicilio!

Incidencias:

1. Vivir para contarlo. Hoy casi me atropella un patinador. Iba a 120 por hora, sin control, y estoy segura de que sin carné. Debió de subirse por primera vez a los patines el sábado pasado. Toda mi vida pasó por delante. De hecho, fue una niña gorda de primera de comunión con flequillo y cancán la que me gritó apártate en el segundo justo. Al conductor temerario le perdono porque me recordó la excursión a la nieve, cuando hice el recorrido de telesilla a telesilla en una perfecta línea recta, a 200 y con los ojos cerrados. Teniendo en cuenta las circunstancias, he de decir que hice un aterrizaje con los esquís propio de Nadia Comaneci. No me rompí nada y al final tampoco me denunció nadie.

2. He observado mucha tensión en los convivientes. Salen juntos a pasear, pero no se hablan. Van mirando el móvil y hacen fotos (al paisaje, no al otro). Vi muchas parejas así y al final seguí a una, para ver si había reconciliación en el camino. Ni una palabra en 15 minutos. Ni una caricita al parar en el semáforo. Creo que están en su última prórroga.

Deberes:

–          Leer bien el BOE para explotar a tope la fase 0 y pedir citas previas en sitios.

Revista de prensa: ¿Aquí no hay una contradicción?

Diario de zumba (en casa) III

Todos los deportistas trabajan con metas: los juegos olímpicos, el campeonato de invierno, la pachanga del domingo. Yo me estoy entrenando a fondo para el maratón del 2 de mayo. No os voy a engañar, pese a mi tabla de cardio en casa con Siéntete joven, he perdido mucha masa muscular. Es como cuando te quitaban la escayola y tenías una pierna tipo Roberto Carlos y la otra de Kate Moss, solo que ahora van conjuntadas: puedo mover los gemelos soplando encima un poco fuerte. La situación no es mucho mejor en eso que llaman “el tren superior”: he desarrollado una especie de alas de murciélago y eso que, todas las veces que me acuerdo de que las tengo, hago ejercicios con mis mancuernas de un kilo de Amazon.

Pensé en hacer cambios en la dieta, como hacen también los deportistas antes de las competiciones importantes, pero el confinamiento me lo impide: para saber comer (en casa) hay que saber cocinar. Y habrá gente capaz de pasar esto sin una cervecita todos los días. No es mi caso. Yo solo encuentro paz cuando abro la nevera y veo las latitas dispuestas en fila por si ataca la morriña y hay que taponar la herida. Los gallegos de la diáspora lo entenderán: abrir una Estrella Galicia es lo más cerca que estamos ahora de oler el mar.

Son matemáticas: la ingesta de calorías crece exponencialmente- porque pasas muchas más horas cerca de la cocina- y la quema se ha reducido de manera inversamente proporcional -porque te mueves en un radio pequeño: cama-sofá-nevera-.  Por todo esto, necesito que esa hora de libertad que nos darán si todo va bien, cuente. No puedo limitarme a pasear distraída como hacía antes del apocalipsis. Ni siquiera a caminar rápido, como hace Rajoy, indultado en la fase cero de la desescalada. Necesito que esos 60 minutos se noten en este templo de flacidez. Habrá que correr aunque nadie te persiga. Que me perdonen los vecinos, he empezado a entrenar dando vueltas al sofá.

También he cambiado mi dieta televisiva y solo veo programas y competiciones deportivas, para motivarme. Aunque esto lo hago también porque me moría de envidia cada vez que alguien se daba un beso en la tele y mi estrategia inicial de ver solo series de crímenes no funcionó: siempre hay un detective que se enamora de alguien.

Con un poco de disciplina, creo que podría llegar a la fase importante – libertad de beso y abrazo-, al menos, en el estado previo a la cuarentena. ¡Vamos!

Mis favoritos

Hay que ser objetiva, neutral, mantener la imparcialidad. No se debe, pero confieso que tengo favoritos. Desde hace años son los que tienen muchos más que yo. Aprendí a apreciarlos con los que me tocaron de serie: dos pares de abuelos excepcionales e interesantísimos. Luego, trabajando, he tenido la oportunidad de entrevistar a muchos, casi siempre en circunstancias duras. Por ejemplo, delante de una fosa común abierta, buscando un esqueleto con reloj, el de su padre. La gente mayor es dura, pero sabe ser tierna. Es sabia, pero humilde. Y un lujo para mi oficio: nadie tiene tanto que contar y por contar.

Mi abuela materna, Fina, se fue demasiado pronto. Yo tenía diez años y perderla es el primer recuerdo que tengo de la tristeza. Los bebés y los niños lloran mucho, pero de adulto no te acuerdas. La primera vez que miro atrás y me veo llorando es el día que me dijeron que ella se había ido “al cielo”. Y no es solo porque sus nudillos fueran la máquina de cosquillas más perfecta que existe; porque hiciera la mejor tortilla con tomate del mundo o porque su maravillosa tienda (ferretería, juguetería y lo que surja) fuera el lugar donde yo he sido más feliz en toda mi vida, sino porque tenía algo que identifiqué ya de mayor, cuando aprendí la palabra: un carisma de aquí a Finisterre.

Después fui perdiendo al resto de mis abuelos, mis dos Ángeles, el paterno y el materno, y a María Luisa. Empecé a conocer a los abuelos de otros. Me gustan mucho los niños- especialmente algunos-, y los adultos -especialmente algunos-, pero tengo debilidad por los mayores porque son los que concentran, en mayor porcentaje, las cosas que me gustan. Por ejemplo, han sido muy trabajadores, y eso siempre me ha derretido: ver a alguien esforzándose en lo que hace, sea lo que sea. Son discretos, no se gustan; a veces no hablan mucho si no insistes, pero si aciertas con la pregunta, que es una de mis sensaciones favoritas, es como descubrir una fuente de petróleo. Son tesoros escondidos, cofres por abrir. 

Entre los 47 millones de españoles asustados pienso en ellos los primeros, por razones obvias. Tienen la fuerza de la experiencia, de la acumulación de datos y vivencias, pero la debilidad física de los años. Son la generación más generosa y antes del coronavirus lo han demostrado de sobra: prestando su pensión a los hijos durante la crisis; cuidando siempre de los nietos. Abofetearía uno a uno a los que no han entendido que hay que quedarse en casa; a los que con ignorancia y soberbia – tan peligrosas ahora- siguen actuando como si esto no fuera con ellos. Como no puedo hacerlo, recuerdo el motivo para quedarse en casa por aquí: se lo debemos. A todos los que sí han entendido, y que afortunadamente son mayoría, muchas gracias por proteger a mi gente favorita.

Un día menos

Un día menos para darle a mi tío Pablo el abrazo que me dolió no poder darle estos días.

Un día menos para despedir a mi tía Macu.

Para tomar un vino con mi padre y volver a jugar con mi hermano a guerra de besos (él los vendía caros).

Para decirle a mi tía Belén que ya puede descansar. Y en nombre de tantos: Gracias.

Para esperar una ola en la orilla.

Para enfadarme con el árbitro.

Para preocuparme de tonterías.  

Para ponerme unos zapatos de tacón.  Para estrenar una camisa.

Para celebrar cumbre de gallegos en nuestro cuartel general, Lúa.

Para enfocar de lejos.

Para pedir al DJ que ponga por favor, por favor, la canción que me gusta.

Para hacer, como siempre, un desastre de maleta.

Para levantar la cabeza en la redacción y pedir un sinónimo o darlo. Para escuchar los gritos de la hora del pánico: el cierre.    

Para mojarme si llueve.  Para pasar frío o calor si lo hace.

Para ahogarme de la risa viéndome en el espejo del gimnasio en clase de zumba.

Para mirar a alguien que me guste a los ojos.

Para hundirme de gusto en la butaca antes de ver en el cine una historia de ficción que sí supera a la realidad.

Para comer la deliciosa paella de Quique en una de las sedes de la otan.

Para que Mateo me dé una paliza a los bolos.

Para bailar con Pablo y Martín una playlist de imprescindibles que no termina nunca.

Para salir a pasear con Lola (97 años) por Carballo y darnos un baño de masas y besos.

Para planear las próximas vacaciones de Sangre Azul (yo me entiendo).

Un día menos para veros.

Mi padre, el Dinamita

En la Universidad no se podía ser más cool que ese chico del pelazo que jugaba al rugby. De 8. Entonces, en Madrid, papá era “El Dinamita” y todas sus fotos de esos años parecen carteles de una película. No me extraña nada que mi madre se enamorara de él y mi padre de ella, sobre todo después de que colocaran los colegios mayores a los que iban a llegar desde Asturias y Galicia uno frente a otro –estaban esperándolos-. Por esa época mi padre estudiaba Astrofísica y hacía sus pinitos en el cine. En casa hemos visto en bucle su papelito en Marchar o morir con Gene Hackman, donde hace un minuto de preso con los brazos detrás de la nuca. Interpretación impecable. Una toma. Y que sepa toda España que mi padre plantó a Catherine Deneuve –le llamaron para hacer de extra en Rojos– para ir a un homenaje a mi abuela, catedrática de matemáticas.

Ya en Coruña, cuando empezó a ser mi padre o yo empecé a ser su hija, le ofrecieron ser hombre del tiempo, pero justo a la vez aprobó la oposición y dedicó las siguientes cuatro décadas a dar clases de matemáticas en un instituto. Yo heredé sus orejas, pero le salí de letras y tuve la desfachatez de llevarle a casa algún suspenso en mates, de los que aún me arrepiento. A cambio, terminé escribiendo en el periódico que él compra desde el día que salió, cinco años antes de que yo viniera al mundo.

Como hoy no puedo verlo, ni abrazarlo, ni darle un regalo, escribo. Para contarle algunas cosas y para compartirlo con otros, además de mi hermano Gonzalo. Me encanta cuando coincido con sus amigos, o con mis tíos o, la última vez fue su frutero, y me dicen cosas que yo ya sé: lo buena persona, lo divertido, lo listo que es. Con 66 años se ha convertido en joven promesa del bridge.  Tenemos el salón de Coruña lleno de trofeos feos, pero merecidos.  Ahora ha tenido que hacer un breve parón en su carrera, pero sigue entrenando por internet . Y como no se puede salir a caminar por ese estupendo paseo marítimo, que mi padre llama “la ruta del colesterol”, ha arreglado una bici estática que llevaba 20 años cumpliendo la función de perchero. A la media hora se gripa y hay que dejarla descansar, pero menos es nada. 

Nos debemos un viaje los tres para celebrar la jubilación. Hemos ido posponiéndolo por una acumulación de días que entonces nos parecían históricos y han resultado ser nada más que campañas y elecciones. Cuando pase todo esto, mi hermano y yo celebraremos que tenemos el mejor padre del mundo por todo lo alto. De momento, feliz día, papá.

Para la otan

La otan, que es como yo llamo a mis amigas y sus maridos – un grupo metroscópicamente perfecto, la muestra ideal para cualquier encuesta sobre España en su conjunto- me ha pedido que escriba algo desenfadado de la cuarentena, y yo el tratado de la alianza me lo tomo muy en serio. No me puedo comprometer, eso sí, a que sea diario, como el de las campañas electorales, porque aunque viajo menos, estoy más ocupada que nunca. Sabéis perfectamente de lo que hablo. Además del teletrabajo, que significa trabajar mucho más que antes, porque ni siquiera hay el alivio de los desplazamientos, tengo no sé cuántas videoconferencias programadas, tablas de yoga y recomendaciones literarias y cinematográficas varias que atender. En mi vida acumulé tantos deberes y nunca había tenido tan desatendida a Siri, con la que antes del estado de alarma jugaba casi todos los días a preguntas trampa. Por ejemplo:

– Siri, ¿quién es la más guapa del Reino?

– Blancanieves, ¿eres tú?

En todo caso, y como son tiempos duros, que invitan a la reflexión interior, he tomado ya dos decisiones trascendentales para cuando pase todo esto:

1. Necesito más metros cuadrados. Me he dado cuenta de que son muy importantes. La ecuación, en realidad, es salud, dinero, amor y metros cuadrados. Y terraza. Al exterior. En los patios interiores no sale nadie a aplaudir. ¿Hay algo más raro que aplaudir sola?  Estoy dispuesta a no comer los lunes y los miércoles a cambio de poder permitirme, por lo menos, un balcón.

2. Echarme novio. Los periodistas nos pasamos la vida preguntando a los demás si hacen autocrítica y a nosotros nos damos manga ancha. Pero yo asumo mi error y bajo el listón. Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir. “Que me haga reír; que sea inteligente, cariñoso pero no agobiante, detallista pero no cursi. Buena persona. Que tenga un trabajo interesante; que entienda que la versión original es innegociable; que le guste Ludovico y la Motown; que baile bien; que sepa hacer las cosas que yo no; que toque la guitarra…”. ¿Pero dónde ibas, criatura? Lo bien que me vendría ahora un buen hombre con el que pelearme por quién baja la basura (¡tú ya fuiste ayer!) y por el mando de la tele (¡Tú escoges mañana!). Lo que entretienen. Las horas que matas enfadándote y reconciliándote. Tengo provisiones de sobra de macarrones y papel higiénico, pero me falta un ser parlante. Alguien que me moleste a las seis y que a las diez piense: ‘qué bien que estás aquí’. Error de cálculo del que me arrepentiré muchos días, según Pedro Sánchez -que ya nos está preparando para prorrogar el estado de alarma- y Pablo Casado -que, en eso, le apoya-.

Esto no solo lo he pensado yo, porque noto que vosotros, mis amigos y amigas con pareja, me llamáis más desde que estamos encerrados. Mi amigo David me ha dicho que ahora tiene unos ratos libres y va a hacer casting para mí. Yo se lo agradezco en el alma, pero desde que me lo dijo estoy más angustiada, porque me preocupa mucho que cuando finalmente me presente a los candidatos, ellos se lleven una decepción, como le pasaba antes de la cuarentena a la gente que ligaba por aplicaciones de móvil con fotos hiper producidas y luego, al verse en persona, zasca. Porque David enseñará mis estampas del Antes de-, cuando según mi Iphone había días que daba 25.000 pasos. Ahora, según las mismas fuentes, hago hasta 12 horas de consumo del teléfono por jornada, y eso engorda. Engorda muchísimo. El chocolate y las gominolas, también. Pero es que las cosas sanas las veo como muy expuestas a las toses y además no tengo ni idea de cocinarlas. Mi casa era uno de esos hogares en los que solo había cápsulas de nespresso. Imaginad la revolución. He hecho ahora, por primera vez en mi vida adulta, una compra de supermercado de más de cinco elementos y por internet.

Sufro, además, porque intuyo que el engorde no va a ser algo generalizado. Es decir, aquí hay mucha gente que, a lo zorrito, sin avisar, ha convertido el salón de su casa en centros de alto rendimiento y hace tablas de glúteos, planchas y sentadillas como si no hubiera mañana para salir con cuerpazo de la cuarentena. Dicen que es para desentumecer, pero están compitiendo entre ellos, en secreto, preparándose para el maratón de la libertad. Yo empecé una mañana con los movimientos esos circulares de cuello, pero me enviaron unos memes y me distraje cuatro días. Mañana empiezo la tabla, lo juro. Sacaré tiempo de donde sea.

Las crisis dicen que sacan lo mejor y lo peor de cada uno. Es la purita verdad. Yo reconozco que me reconforta ver a las influencers en Instagram tirando de archivo. Y cuando vi que Idris Elba tenía coronavirus, mi primer pensamiento no fue ‘pobre Idris’, sino, ‘pues si yo no lo puedo abrazar, su novia tampoco’. Luego, para compensar mis maldades, llamo compulsivamente a los seres queridos para decirles cosas bonitas.

He cambiado. Antes soñaba cosas muy grandilocuentes, tipo enviada especial a conflicto bélico conoce fotógrafo con chaleco de bolsillos y pelazo, pero ahora a veces me despierto y recuerdo que he dedicado la noche a arrasar Zara, o a beber dos tercios seguidos en un bar petado, rodeada de gente que habla muy cerca y discute cuál va a ser el siguiente garito. Siempre hay unos que quieren beber y otros que quieren beber y bailar. Es la vida. Aún no he hecho eso de comprar un vino que no sea para llevar a una casa a cenar, sino para que me lo traigan a la mía, a mi puerta – sin tocar-, porque pasé muchas temporadas de The Good wife preocupadísima por cuántas copas bebería Alicia Florrick cuando no mirábamos. Pero estoy a punto. Este martes, durante una de las videoconferencias, he pensado: ‘Mi reino por una Estrella Galicia’. Y luego he pensado, no, mi reino por ir a Galicia. Hoy han prohibido las playas también. Y el dato me ha encogido un poco, aunque la tenga lejos. Voy a prepararme para la operación bikini. Las de las sentadillas a escondidas: voy a por vosotras, que lo sepáis. Enseguida os alcanzo.

Editorial: Jennifer y Brad

Nunca hemos estado en la misma comunidad autónoma; ella es una estrella de Hollywood y yo una plumilla made in Galicia, pero siempre he considerado a Jennifer Aniston un poco de mi pandilla. Es decir, no tengo con ella la misma relación que con Jennifer López,  por ejemplo. De J-Lo o de cualquier otra Jennifer (Gardner, Lawrence…) no sabría interpretar ningún papel, pero las líneas de Rachel Green me las sé de memoria: de la primera temporada de Friends – “Well, maybe I´ll just stay here with Monica”–  a la última – “What I am doing? I love you!”-. El primer episodio de Friends se emitió en 1994,  el último, en 2004,  y yo he visto entera la serie como siete veces. Son muchos años juntas.   

Por todo esto siempre he querido que a mi Jen le vaya bien. Me cogí un disgusto del quince cuando Brad Pitt la dejó por Angelina; me enfadé como si estuvieran insultando a mi mejor amiga cuando la prensa amarilla hablaba de ella como si fuera una pobre mujer despechada; la defendí en tertulias caseras como si fuera prima carnal cuando la presentaban  como un bicho raro por no tener hijos; y celebré cada vez que la he visto recoger un premio, que es la forma más elegante de venganza.  

Cuando conozco a alguien, una pregunta test así rápida para saber cómo es la persona que tengo enfrente es precisamente esa: “¿Jennifer o Angelina?”. Puede parecer una tontería, pero da muchos datos. La respuesta no es vinculante, se puede remontar, pero si eligen a la morena, inevitablemente se abre una distancia entre nosotros y desconfío, como me pasa con la gente que dice: “A mí no me gusta el dulce”.  

No estoy orgullosa, porque es pensamiento de mala persona, pero confieso que cuando Brad y Angelina se separaron, me alegré un poquito. Desde entonces, como buena parte del resto del planeta, he deseado con todas mis fuerzas que él se arrepintiera y se diera cuenta de que Jen es única e irrepetible. La mitad por lo menos de las series más longevas y de muchas películas se aprovechan de ese instinto. La trama es siempre la misma: nos presentan una pareja súper riquiña (Rachel y Ross; Meredith Gray y Dereck Sheppard;  Alicia Florrick y Will Gardner…) y se pasan años (o sea temporadas) poniéndoles un montón de obstáculos para que el espectador vea un capítulo y otro y otro a ver si algún día por fin se dan un beso y otro día, mucho tiempo después, consiguen estar juntos.(Por cierto, no he perdonado aún a los guionistas de The good wife que mataran a Will).  

No estoy en la cabeza de Brad, pero me gusta pensar que cuando se paró delante de la pantalla a escuchar el discurso de Jen al recoger esta semana su premio del sindicato de actores a mejor actriz, por dentro había una mezcla de orgullo y nostalgia. Y creo que como yo, todo el mundo, de ahí la difusión del vídeo en cuestión en redes sociales. A mí me gustaría que volvieran a estar juntos, porque las mejores historias siempre incluyen, además de un romance tormentoso, un momento de arrepentimiento y de perdón. Jen es magnánima. Según he leído por ahí, invita a su ex a sus cumpleaños, y otra en ese percal, el otro día, a lo mejor, en lugar de sonreírle y tocarle con ternura el hombro, pasaba de largo con su vestidazo blanco –que por cierto, recordaba al de la boda-. Que se hayan hecho amigos también es un final bonito. Yo la apoyaré haga lo que haga. Es lo que se hace con los Friends.