Diario de zumba (en casa) III

Todos los deportistas trabajan con metas: los juegos olímpicos, el campeonato de invierno, la pachanga del domingo. Yo me estoy entrenando a fondo para el maratón del 2 de mayo. No os voy a engañar, pese a mi tabla de cardio en casa con Siéntete joven, he perdido mucha masa muscular. Es como cuando te quitaban la escayola y tenías una pierna tipo Roberto Carlos y la otra de Kate Moss, solo que ahora van conjuntadas: puedo mover los gemelos soplando encima un poco fuerte. La situación no es mucho mejor en eso que llaman “el tren superior”: he desarrollado una especie de alas de murciélago y eso que, todas las veces que me acuerdo de que las tengo, hago ejercicios con mis mancuernas de un kilo de Amazon.

Pensé en hacer cambios en la dieta, como hacen también los deportistas antes de las competiciones importantes, pero el confinamiento me lo impide: para saber comer (en casa) hay que saber cocinar. Y habrá gente capaz de pasar esto sin una cervecita todos los días. No es mi caso. Yo solo encuentro paz cuando abro la nevera y veo las latitas dispuestas en fila por si ataca la morriña y hay que taponar la herida. Los gallegos de la diáspora lo entenderán: abrir una Estrella Galicia es lo más cerca que estamos ahora de oler el mar.

Son matemáticas: la ingesta de calorías crece exponencialmente- porque pasas muchas más horas cerca de la cocina- y la quema se ha reducido de manera inversamente proporcional -porque te mueves en un radio pequeño: cama-sofá-nevera-.  Por todo esto, necesito que esa hora de libertad que nos darán si todo va bien, cuente. No puedo limitarme a pasear distraída como hacía antes del apocalipsis. Ni siquiera a caminar rápido, como hace Rajoy, indultado en la fase cero de la desescalada. Necesito que esos 60 minutos se noten en este templo de flacidez. Habrá que correr aunque nadie te persiga. Que me perdonen los vecinos, he empezado a entrenar dando vueltas al sofá.

También he cambiado mi dieta televisiva y solo veo programas y competiciones deportivas, para motivarme. Aunque esto lo hago también porque me moría de envidia cada vez que alguien se daba un beso en la tele y mi estrategia inicial de ver solo series de crímenes no funcionó: siempre hay un detective que se enamora de alguien.

Con un poco de disciplina, creo que podría llegar a la fase importante – libertad de beso y abrazo-, al menos, en el estado previo a la cuarentena. ¡Vamos!

Diario de zumba (en casa) II

Confieso que he barajado la posibilidad de mentiros y decir que, tras escuchar vuestros consejos, ahora hacía deporte con esos estupendos monitores súper profesionales que me habéis recomendado. Pero está feo mentir en Semana Santa -¿o ya terminó?- y estáis siendo todos muy riquiños como para que yo traiga aquí otra cosa que no sea la purita verdad. No hice ni el intento. Me he quedado con la chica que piensa que da clases a la tercera edad, pese a que mis sospechas no solo se han visto confirmadas, sino que indagando he descubierto que su canal se llama Siéntete joven.

¿Qué importa la edad si nos entendemos? ¿Por qué esa tiranía de las etiquetas? Le he dado muchas vueltas y creo que sería inmoral y de mala periodista renunciar a la profe por prejuicios, la venda de los soberbios. Me hace sudar, que es de lo que se trata, y tiene mucha más credibilidad que otras cuando me llama “campeona”. Es la Ana Blanco del youtube.

Sigo calentando con Jonathan, pero las sentadillas y todas las perrerías para borrar la huella del sofá en el culo las hago con ella, la profe de las mayorcitas. La tabla de ejercicios dura media hora, 30 minutos de los que soy plenamente consciente, segundo a segundo. La profe es algo mentirosilla, porque dice cinco más que luego son diez, pero trato de obedecerla siempre. Lo único que no respeto son sus pausas para beber. Cuando ella dice: “vamos a hidratarnos un poquito”, yo ya he bebido dos litros de agua.

Es una chica muy profesional que hace los ejercicios con camiseta.  Compartir uniforme también es importante porque con las chicas de los tops ya empiezas un poco más abajo, hundida en la miseria.

Lo hace casi todo bien, menos pinchar. La pobre no tiene oído musical, y como sabéis, el mío es delicadísimo. Es por ello que he decidido que a partir de mañana me la voy a poner en mute – me pierdo los “campeona”, pero ya sé más o menos dónde caen- , para poner yo mi propia música motivadora. He dedicado varias horas a elaborar la playlist perfecta. La hago pública porque creo, además, que le gustará a mis compañeras de la tercera edad. Me ha llevado mucho trabajo; ha sido un largo proceso de ensayo-error, pero la comparto en Spotify por los mismos motivos por los que ahora te puedes descargar gratis la edición impresa de EL PAÍS: son días para ser solidario. Se llama “¡Vamos, campeonas!”. Y suena así:

1.       Upside down, de Diana Ross

2.       Le Freak, de Chic

3.       Ring my bell, de Anita Ward

4.       Last night a D.J. saved my life, Indeep

5.       I´m coming out, de Diana Ross

6.       Young hearts run free, de Candi Staton

7.       Jump  (for my love), de The Pointer Sisters

8.       Relight my fire, de Dan Hartman

9.       Lady Marmalade, de Patti LaBelle. (Esta es estupenda para las sentadillas)

10.   U can´t touch this, de MC Hammer

11.   Every body get up, de Five (para la segunda tanda de sentadillas)

12. Just the way you are, de Barry White (para estiramientos finales)

Diario de zumba (en casa) I

Intenté comprar una bici estática, pero habéis arrasado con ellas. Solo quedan las que cuestan lo que un coche de segunda mano. Luego pensé que mejor, porque en la vida iba a ser capaz de montarla, y Manuel Jabois ya me advirtió de los efectos secundarios – como la ves ahí, crees que puedes comer lo que sea porque después lo bajas en la bici-. Compré entonces una esterilla –que llega a finales de mayo, principios de junio, creo- y unas mancuernas de un kilo, que sí tengo ya conmigo. Como me temía, hacer pesas es un aburrimiento total. Y no hay ninguna música que le pegue.

De todas formas, yo no me rindo tan fácilmente, y para frenar la curva (cervecera) he decidido recuperar las clases de zumba, pero en casa. De momento, no he encontrado en internet ningún profe a la altura de La Diosa, aquella mujer maravillosa a la que el culo le empezaba en la coronilla. Como aquí no hay que pagar matrícula, me he vuelto bastante promiscua. A veces empiezo con Jonathan Guevara, y a la segunda canción me cambio a Gabriel Tristán. Había una chica que me gustaba mucho, porque me llamaba “campeona” y me daba la impresión de que juntas quemábamos un porrón de calorías, pero he dejado de ponérmela porque al tercer día entendí que ella pensaba que estaba dando la clase a señoras de 70. Es decir, iba dejando pistas, pero como estoy espesa, me costó atar cabos. Decía, por ejemplo: “el deporte es bueno a cualquier edad”. Y yo pensaba: “efectivamente”. También daba opciones de “menos impacto” para cada ejercicio. Y yo lo agradecía. Al final me mosqueé y descubrí que lo que me hacía sudar como si fuera 20 de junio en Madrid eran unas tablas para desentumecer articulaciones.

No somos nadie. 

La Diosa se avergonzaría mucho de mí. Como si la viera: “Esto no es lo que yo te enseñé. Me deshonras”. Antes de todo esto, hubo demasiadas elecciones, campañas y días que parecían históricos. Dejé de ir a verla y perdí la poca forma física que tenía.  Ahora mismo sería incapaz de repetir aquellas flexiones que nos metía entre canción y canción. Las cuarentenas son muy propicias para hablar con gente que hace tiempo que desapareció de tu vida. Es como el principio del Facebook, cuando todo el mundo se creó una cuenta y se puso a buscar amigos del colegio.  Yo no he hablado con La Diosa, pero pienso mucho en ella estos días.  ¿Tendrá la infraestructura necesaria en casa para mantener ese culo en la coronilla? ¿Habrá aparecido algo de celulitis en esas piernas de acero ahora confinadas? ¿Pasará la cuarentena con Dios, sola o con sus padres? ¿Comerá torrijas? 

Lo de la infraestructura lo digo porque parece que no, pero es vital. En los vídeos de internet hacen zumba en grandes salas de gimnasio, frente al espejo de la vergüenza, o en espacios abiertos. A veces se ve un puerto detrás, un parque con niños, una fuente… Repetir las coreografías en un salón que mide ocho pasos de pared a pared – los he contado-, es misión imposible. Lo que hago, cuando ya no puedo seguir el paso del profe porque llego a la otra pared, es dar un saltito. Pero según lo doy me da un ataque de risa que me ahogo y tengo que darle al pause y rehidratarme. Quizá algún lector tiene trucos para evitar estos contratiempos logísticos. Soy toda oídos.

Lo peor que te puede pasar en clase de zumba

¿Qué es lo peor que te puede pasar en clase de zumba? ¿Dislocarte la cadera haciendo los gestos obscenos? ¿Encontrarte con alguien conocido, con alguien que te tenga un poco de respeto y que te lo pierda en ese preciso momento y para siempre? ¿Que se te caiga una lentilla en pleno perreo? No. Lo peor es lo que me pasó a mí antes de ayer.
No puedo hablar mal de Nefertiti. La profe llega siempre con un humor excelente y no deja de sonreír en toda la clase- es como si se hubiera tragado una percha-. Además, pone todo su empeño en hacernos creer: que es posible tener su cuerpo de diosa; que si sudamos como es debido algún día compraremos (tops) en las mismas tiendas… Pero Nefertiti hace una cosa horrible: de vez en cuando- lo hizo el otro día- para y grita: “¡Por parejaaaaaaas!”.

Fue todo muy rápido y a mí me faltaron reflejos. Cuando quise reaccionar, ya era tarde: toda la clase estaba emparejada, salvo yo. Intenté esconderme desde mi sitio –la última fila-, detrás de una pareja, pero Nefertiti, que tiene visión panorámica, me cazó y gritó: “Tú, ¡conmigo!”.

En un gesto desesperado, intenté hacerme la sorda, lo que en zumba no tenía mucho sentido. Miré fijamente al suelo, suplicando que me tragara en ese momento y me volviera a escupir a la superficie cuando la clase hubiera terminado. Pero Nefertiti me llamaba y me llamaba. Todas las parejas me miraban. No tenía escapatoria. Levanté entonces la cabeza y la vi, esperándome en la primera fila con su sonrisa perenne. Negué con la cabeza y creo que hasta se me escapó una lágrima, pero Nefertiti debió confundirla con sudor, me cogió de la mano y me llevó hasta su sitio, delante de todo, a apenas unos centímetros del espejo implacable. 

Estaba condenada.  

Antes de que empezara la canción más larga del mundo, me dio tiempo a mirarnos a las dos, tan diferentes y, sin embargo, miembros de la misma especie. De cerca, Nefertiti hace daño a la vista: esos músculos perfectos, marcados, pero discretos, elegantes. Esa forma de moverse, como si fuera el único ser del que La Tierra tira hacia arriba, no hacia abajo…

Fueron unos pocos segundos, pero toda mi vida pasó por delante, proyectada en el espejo: cuando fui la gorda de la clase, el vestido de la primera comunión –con can can, a quién se le ocurre-, los primeros Levis, de Portugal, los exámenes de selectividad, aquel novio, este otro, mudanzas, vacaciones, cumpleaños… Supe que aquello iba a ser un desastre, entre otras muchas cosas porque yo llevaba un mes sin ir a clase y todas las coreografías eran nuevas. Me cayó –ahora sí- una gota de sudor, pero frío, helador, desde la nuca hasta el top –por supuesto interior- que llevaba. Y sonó la música.  

Si ya es difícil bailar solo, siguiendo los múltiples pasos que caben en dos acordes de reguetón, intentar coordinarlos con otro es, simplemente, misión imposible. En el primer tramo de la canción más larga del mundo pisé varias veces a Nefertiti y le di unos cuantos manotazos que ella, hay que decirlo, encajó con mucha deportividad y sin perder la sonrisa. Al final conseguí imitar parte de la coreografía, pero siempre en diferido, es decir, yo hacía los pasos cuando el resto de la clase ya estaba a otra cosa: unas piruetas, unas sentadillas… 

Cuando al fin terminó el suplicio, Nefertiti me dijo: “Qué graciosos sois”. Lo dijo así, en plural, y pienso que se refería al común de los mortales. Yo regresé, efectivamente mortificada, a mi sitio en la última fila, sin atreverme a mirar a mis compañeras, que aún se reían.  

Cuando tres canciones más tarde, Nefertiti lo volvió a hacer –“¡Por parejaaaaaas”!- yo agarré rápidamente a la chica que tenía al lado por el brazo izquierdo. Su antigua pareja la agarraba también por el derecho, pero yo decidí que ese brazo y yo íbamos a ir juntos al fin del mundo. Resistí. Fueron unos segundos violentos, muy tensos, pero finalmente, la otra chica se rindió y soltó a mi compañera. Le pregunté cómo se llamaba porque la noté algo asustada. Me dijo que era su primer día. No dimos pie con bola. Pero nos reímos tanto que ella casi se ahoga a mitad de la canción.  

Desde entonces tengo pesadillas. Nefertiti me lleva a la primera fila y todos se ríen de mí. O de repente dice: ahora vamos a parar la clase hasta que a Natalia le salga la coreografía. Lo único bueno es que, de la angustia, me despierto encharcada en sudor y quemo calorías.

No somos nadie.

 https://m.youtube.com/watch?v=XAhTt60W7qo

Nefertiti

Sé que algunos de vosotros, a mi espalda, comentasteis en su día, cuando yo bauticé a mi profesora de zumba como La Diosa, que exageraba. Que se me había ido un poco la cabeza, pobrecita, de tanto sudar. Bien, hoy he vuelto y la profe nueva se ha presentado como Ne- fer- ti-ti.

Es pronto aún para saber si tiene el carisma de La Diosa primera, la original, mi musa, la que inspiró el diario de zumba que luego se convirtió en un blog para hablar también de otras cosas. Pero como lo siento os lo digo: Nefertiti tiene madera. Incluso guarda cierto parecido físico con La Diosa. El pelo, por ejemplo, lo tienen igual de largo, es decir, por la cintura, y el culo le empieza naturalmente a la altura de la coronilla.

Si al salir de clase, con mi cara de semáforo, me hubiera tropezado con el genio de la lámpara, le habría pedido, sin dudarlo, que me convirtiera en Nefertiti. No nos engañemos, el periodismo se acaba. No hay exclusivas para todos. El papel se muere. ¿Internet de pago? Hay que diversificar. Y yo quiero el culo en la coronilla. Quiero saber hacer todos esos gestos obscenos –el catálogo de la nueva profe es simplemente impresionante-. Quiero esa melena hipnótica. Quiero que mi vida consista en mirar mi cuerpazo delante de un espejo, viendo de reojo, detrás de mí, a la panda de losers en mallas de decathlon y culo de mortal, en el mismo sitio que todo el mundo, debajo de los michelines.  

¿Sabéis lo que podríamos hacer con todo eso? No me harían falta ni los dos siguientes deseos para pedir la paz en el mundo y que ningún niño pase hambre. Que me manden a la ONU, a Corea del Norte, a Rusia, con mi pantalón corto, mi top, y un disco de regueton. No ha nacido un ser capaz de decirle que no a Nefertiti. Si me pongo, fijaos lo que os digo, puedo hasta salvar el periodismo.

Si el genio me concede el deseo, como a Tom Hanks en BIG, prometo tirar toda mi ropa a la basura y no volver a comprar nunca nada que me tape el ombligo. Prometo también regalar todos mis discos de Otis Redding, Nina Simone y Amalia Rodrigues y escuchar regueton sin parar. A partir de ahora, solo perreo. “Y si con otro pasas el ratooooo, vamos a ser feliz, vamos a ser feliz, felices los cuatro. Te agrandamos el cuartoooooo”.

Nefertiti nos pide que gritemos con las canciones y es cierto, al principio estábamos un poco cortadas – la tribu del ojo pintado a veces es pudorosa-, pero luego nos hemos puesto a berrear como locas. La felicidad – me he dado cuenta hoy, a los 35- es eso: gritar, sudar y reírse al mismo tiempo. La Diosa ha vuelto.

  
 

Volver

Con Rajoy investido, el techo de gasto a punto de caramelo y un pacto para subir el salario mínimo un 8%, he pensado que era el momento de volver a zumba. No os voy a engañar, no recuerdo cuánto tiempo hacía del último perreo. Creo que fue en la época del no es no, cuando Pedro Sánchez salía todos los días en la tele. 

Llevaba preparada una excusa genial para cuando el de la puerta del gimnasio me preguntara, como un cura, pero en mallas, que cuándo había sido la última vez. Pero no estaba. En su lugar había una rubia mascando chicle. Le he dicho «hola». Ella me ha respondido con un globo rosa. Y entonces lo he visto. No es que no estuviera el de la puerta, es que nada estaba en su sitio. Habían hecho una reforma. 
Resulta que utilizaron mi ausencia para pintar las paredes de otro color y cambiar las máquinas de sitio: la de los palos que te atacan y también las de las bebidas de color fosforito. Había paredes nuevas y unas luces cegadoras de neón azul. A lo lejos se oía gritar al monitor de spinning y he tratado de orientarme con su voz hasta la sala de zumba. 

Naturalmente, me he perdido. 

He atravesado el pasillo de musculitos con el corazón a 200 pulsaciones de la angustia y sin haber hecho aún la primera sentadilla. He subido y bajado del primer al segundo piso. Al fin, he encontrado la sala de la clase y a cinco desconocidas esperando en la puerta. De la tribu del ojo pintado, ni rastro. Recordé, con morriña, a La Diosa y su impresionante capacidad de convocatoria – aquella mujer con el culo en la coronilla llenaría estadios-. Me dio pena que las nuevas generaciones, aquellas cinco niñas en mallas, no la hubiesen conocido. Sus flexiones entre canción y canción. Su sospechosa destreza con los movimientos obscenos. Su carisma. 

Llegó entonces el primer rostro conocido, ese profe que nos hace bailar con pesas, que allí se llaman «¡Discooooos!» . No me reconoció. Sí saludó a las cinco niñas. Le odié un poquito. Una de ellas abandonó la sala a mitad de clase y vi caer por la cara del monitor lo que me pareció una lágrima -aunque también pudo ser una gota de sudor-. La clase fue un trámite sin emoción. Terminamos con unos abdominales, en silencio. Hay un tipo que no me sale porque estoy convencida de que me falta ese músculo. En mi caso debieron de rellenar con otra cosa. La Diosa me habría lanzado esa mirada implacable que conseguía que hicieras cinco más y luego otros cinco, pero a este le da todo igual. Nada es lo mismo. 

Por favor, no intenten relajarme

Sabéis que desde que La Diosa se fue, zumba cayó en una especie de rutina melancólica que no merecía ninguna publicidad. Pero el profe de hoy se ha ganado un post como una casa. ¡Ha intentado relajarnos!!

Ha apagado todas las luces y nos ha puesto, a traición, “Nothing compares to you”. Que nos tumbemos en las colchonetas. Que cerremos los ojos. No sé vosotros, pero a mí me dice un chico «cierra los ojos” y me entra un estrés tremendo. Cuando ha dicho “poned la mente en blanco”, ya no había nada que hacer. Se me ha activado toda la maquinaria que esos 50 minutos de reguetón previo habían dejado en stand by.

Lo primero que he pensado ha sido en el musculitos de la clase anterior que había dejado empapada de sudor mi colchoneta. He barajado la opción de levantarme en la oscuridad a cambiarla, pero me ha dado miedo que el profe me riñera. Luego he pensado en la mala suerte que tengo en la vida y por qué me había tocado a mí, ¡a mí!, la colchoneta más sudada de todas. Tenía que ser del chico que había visto salir pingando de Step. Y diréis, qué tontería el step, bueno, pues id a verlos, parecen el Circo del Sol. “Respirad hondo….”.

Luego he pensado que el profesor era cubano, por el acento. Me he acordado entonces de unas vacaciones en Cuba y he decidido que fue ahí donde todo se empezó a torcer. Maldita sea.

Después he pensado que este año me voy a quedar sin vacaciones y que me esperan unas semanas agotadoras de campaña oficial después de seis meses de campaña en diferido. Me he puesto entonces a enumerar mentalmente todos los sitios a los que me ha llevado Mariano últimamente: Alfafar, polígono industrial de Guadalajara, Durango… “Imaginad que estáis en una playa espectacular. Escuchad las olas frente a las rocas….”

Entonces he pensado en los pactos postelectorales y en la murga que nos van a dar aún si todo queda como en diciembre. He visualizado los gráficos de Metroscopia y he notado una ligera taquicardia. “Relajad las piernas, los brazos…”

Eso me ha llevado lógicamente a pensar qué estoy haciendo con mi vida. Yo no quiero pasarme mis mejores años periodísticos solo siguiendo todo el rato a Mariano. Soy joven. Apasionada. “Nothing compares…. to youuuu”

Para quitarme la angustia he enumerado todos mis reportajes del último año preelectoral. Luego he elegido mis diez favoritos y finalmente me he hecho un top 5, que he cambiado varias veces porque dudaba entre Una monja en el prostíbulo y «Todos caímos en la tentación«.

Cuando se ha acabado la canción, me había salido una contractura. Pero aún quedaba lo peor.

El profe se ha puesto a interpretar a capela “Me cuesta tanto olvidarte”, de Mecano. Con las luces apagadas y ordenándonos que siguiéramos con los ojos cerrados. ¿Vosotros qué haríais? Yo he apretado los dientes con todas mis fuerzas para no reírme a carcajadas. Y de la tensión me ha dado un tirón. La tribu del ojo pintado calladas como muertas. Una dijo, cuando por fin encendieron las luces, que se había quedado dormida. Yo esta gente no sé de dónde ha salido.

Mi contractura ahí sigue. 

http://youtu.be/-ZCiHsIfrOg
 

Zumba, día 1

Bueno, pues hoy he ido a un gimnasio de esos. En ningún país me había sentido tan turista. Como correr sin que me persiga nadie me parece de tontos y elíptica me suena a potro de tortura, me apunté a zumba. Una hora de baile pensaba yo. ¡Já! Sobre el espejo de la vergüenza, ese que te devuelve sin piedad la prueba de tu descoordinación, hay un reloj trucado. Cuando crees que llevas una hora haciendo sentadillas y cosas por el estilo, sólo han pasado diez minutos. He pisado a mis compañeras. Les he dado manotazos y codazos. Todas iban monísimas con sus mallas y sus tops. Aparentemente, el chándal ya no se lleva. Mi profesora es una diosa con una coleta rubia (de bote) que le llega por la cintura y un culo que le empieza aproximadamente a la altura de la coronilla. La música hace daño al oído, casi tanto como las letras de las canciones, pero al terminar la clase la gente aplaude como si hubiéramos asistido a un concierto de Otis Redding. Ha sido horrible, pero también ha sido genial. A lo mejor me compro unas mallas de esas. Mañana ya os cuento de las agujetas. La última vez que había hecho deporte existía una cosa que se llamaba COU.

Zumba, día 2

El uniforme, mejor. Me he comprado unas mallas de esas. Aquí entre nosotros, me he ido al Decathlon -niñas, 5 € las mallas, 2 la camiseta-. Las zapatillas ha sido imposible. Sigo utilizando las de COU porque ya no hacen zapatillas para gente con buen gusto como yo. De coordinación, peor. Por si no fuera ya difícil recordar los pasos de Zumba día 1 -hubo unas vacaciones, una boda gallega con 12 platos y un catarro de por medio-, mi profesora -esa diosa con coleta por la cintura y culo en la coronilla- ha introducido nuevas coreografías con más gestos obscenos que, como sabéis, son los más difíciles de imitar para las que somos sofisticadas y un poco tímidas. He reducido los pisotones y los manotazos a mis compañeras, pero lamentablemente no eran las mismas que las del otro día con lo cual no he podido compartir con ellas mis progresos. Vuelvo a casa corriendo para hacer una lista de las cosas que sí hago bien en la vida. Y con una preocupación que no me va a dejar dormir: la música, esos hits del perreo, no me ha desagradado tanto como Zumba día 1. Sé que estoy tonificando, pero a costa de mi oído. Me meto en la ducha con fados de Amalia Rodrigues para compensar. Muchas gracias a todos por vuestros ánimos y solidaridad. 

Zumba, día 3

Catástrofe. Mis zapatillas de COU se han roto. Han durado 14 años en una caja en el armario y solo tres sesiones de perreo en Zumba. Estoy condenada a comprarme unas horteradas de esas que hacen ahora y a romper uno de mis principios, el de no hacer publicidad de una marca a menos que me paguen por llevarla. A cambio, puedo celebrar con vosotros mis primeros progresos. Zumba, día 3: pisotones, 0; manotazos, solo 1.

Ya sé el nombre de la diosa, Paula, y he hecho mi primera amiga de gimnasio, una de las de los tops y mallas de fibra de carbono que ha confesado que llevaba UN AÑO yendo a clase – así cualquiera-.

A ver, los movimientos obscenos aún me cuestan. Cuando los hace Paula parecen un rito de apareamiento y cuando los hago yo, los espasmos de una demente, pero torres más altas han caído. Y ya no hay nada que hacer: me he aprendido las horribles letras de las canciones -el oído tiene a veces razones que el corazón no entiende-.

Para terminar, una confesión – a vosotros no puedo engañaros-. He hecho trampas en la sesión final de abdominales -«Y dieeeez….!»-, pero me han pillado. Ha sido duro: Paula me ha mirado con esa cara que ponen los padres antes de decir: «No estoy enfadado. Estoy decepcionado». Hubiera corrido a encerrarme a pensar en mi cuarto si no fuera porque la diosa y sus dobles se han puesto enseguida a aplaudirse y he pensado: «Bueno, solo es mi tercera sesión. El próximo día lo haré mejor».