Diario de zumba (en casa) III

Todos los deportistas trabajan con metas: los juegos olímpicos, el campeonato de invierno, la pachanga del domingo. Yo me estoy entrenando a fondo para el maratón del 2 de mayo. No os voy a engañar, pese a mi tabla de cardio en casa con Siéntete joven, he perdido mucha masa muscular. Es como cuando te quitaban la escayola y tenías una pierna tipo Roberto Carlos y la otra de Kate Moss, solo que ahora van conjuntadas: puedo mover los gemelos soplando encima un poco fuerte. La situación no es mucho mejor en eso que llaman “el tren superior”: he desarrollado una especie de alas de murciélago y eso que, todas las veces que me acuerdo de que las tengo, hago ejercicios con mis mancuernas de un kilo de Amazon.

Pensé en hacer cambios en la dieta, como hacen también los deportistas antes de las competiciones importantes, pero el confinamiento me lo impide: para saber comer (en casa) hay que saber cocinar. Y habrá gente capaz de pasar esto sin una cervecita todos los días. No es mi caso. Yo solo encuentro paz cuando abro la nevera y veo las latitas dispuestas en fila por si ataca la morriña y hay que taponar la herida. Los gallegos de la diáspora lo entenderán: abrir una Estrella Galicia es lo más cerca que estamos ahora de oler el mar.

Son matemáticas: la ingesta de calorías crece exponencialmente- porque pasas muchas más horas cerca de la cocina- y la quema se ha reducido de manera inversamente proporcional -porque te mueves en un radio pequeño: cama-sofá-nevera-.  Por todo esto, necesito que esa hora de libertad que nos darán si todo va bien, cuente. No puedo limitarme a pasear distraída como hacía antes del apocalipsis. Ni siquiera a caminar rápido, como hace Rajoy, indultado en la fase cero de la desescalada. Necesito que esos 60 minutos se noten en este templo de flacidez. Habrá que correr aunque nadie te persiga. Que me perdonen los vecinos, he empezado a entrenar dando vueltas al sofá.

También he cambiado mi dieta televisiva y solo veo programas y competiciones deportivas, para motivarme. Aunque esto lo hago también porque me moría de envidia cada vez que alguien se daba un beso en la tele y mi estrategia inicial de ver solo series de crímenes no funcionó: siempre hay un detective que se enamora de alguien.

Con un poco de disciplina, creo que podría llegar a la fase importante – libertad de beso y abrazo-, al menos, en el estado previo a la cuarentena. ¡Vamos!

Diario de zumba (en casa) II

Confieso que he barajado la posibilidad de mentiros y decir que, tras escuchar vuestros consejos, ahora hacía deporte con esos estupendos monitores súper profesionales que me habéis recomendado. Pero está feo mentir en Semana Santa -¿o ya terminó?- y estáis siendo todos muy riquiños como para que yo traiga aquí otra cosa que no sea la purita verdad. No hice ni el intento. Me he quedado con la chica que piensa que da clases a la tercera edad, pese a que mis sospechas no solo se han visto confirmadas, sino que indagando he descubierto que su canal se llama Siéntete joven.

¿Qué importa la edad si nos entendemos? ¿Por qué esa tiranía de las etiquetas? Le he dado muchas vueltas y creo que sería inmoral y de mala periodista renunciar a la profe por prejuicios, la venda de los soberbios. Me hace sudar, que es de lo que se trata, y tiene mucha más credibilidad que otras cuando me llama “campeona”. Es la Ana Blanco del youtube.

Sigo calentando con Jonathan, pero las sentadillas y todas las perrerías para borrar la huella del sofá en el culo las hago con ella, la profe de las mayorcitas. La tabla de ejercicios dura media hora, 30 minutos de los que soy plenamente consciente, segundo a segundo. La profe es algo mentirosilla, porque dice cinco más que luego son diez, pero trato de obedecerla siempre. Lo único que no respeto son sus pausas para beber. Cuando ella dice: “vamos a hidratarnos un poquito”, yo ya he bebido dos litros de agua.

Es una chica muy profesional que hace los ejercicios con camiseta.  Compartir uniforme también es importante porque con las chicas de los tops ya empiezas un poco más abajo, hundida en la miseria.

Lo hace casi todo bien, menos pinchar. La pobre no tiene oído musical, y como sabéis, el mío es delicadísimo. Es por ello que he decidido que a partir de mañana me la voy a poner en mute – me pierdo los “campeona”, pero ya sé más o menos dónde caen- , para poner yo mi propia música motivadora. He dedicado varias horas a elaborar la playlist perfecta. La hago pública porque creo, además, que le gustará a mis compañeras de la tercera edad. Me ha llevado mucho trabajo; ha sido un largo proceso de ensayo-error, pero la comparto en Spotify por los mismos motivos por los que ahora te puedes descargar gratis la edición impresa de EL PAÍS: son días para ser solidario. Se llama “¡Vamos, campeonas!”. Y suena así:

1.       Upside down, de Diana Ross

2.       Le Freak, de Chic

3.       Ring my bell, de Anita Ward

4.       Last night a D.J. saved my life, Indeep

5.       I´m coming out, de Diana Ross

6.       Young hearts run free, de Candi Staton

7.       Jump  (for my love), de The Pointer Sisters

8.       Relight my fire, de Dan Hartman

9.       Lady Marmalade, de Patti LaBelle. (Esta es estupenda para las sentadillas)

10.   U can´t touch this, de MC Hammer

11.   Every body get up, de Five (para la segunda tanda de sentadillas)

12. Just the way you are, de Barry White (para estiramientos finales)

Diario de zumba (en casa) I

Intenté comprar una bici estática, pero habéis arrasado con ellas. Solo quedan las que cuestan lo que un coche de segunda mano. Luego pensé que mejor, porque en la vida iba a ser capaz de montarla, y Manuel Jabois ya me advirtió de los efectos secundarios – como la ves ahí, crees que puedes comer lo que sea porque después lo bajas en la bici-. Compré entonces una esterilla –que llega a finales de mayo, principios de junio, creo- y unas mancuernas de un kilo, que sí tengo ya conmigo. Como me temía, hacer pesas es un aburrimiento total. Y no hay ninguna música que le pegue.

De todas formas, yo no me rindo tan fácilmente, y para frenar la curva (cervecera) he decidido recuperar las clases de zumba, pero en casa. De momento, no he encontrado en internet ningún profe a la altura de La Diosa, aquella mujer maravillosa a la que el culo le empezaba en la coronilla. Como aquí no hay que pagar matrícula, me he vuelto bastante promiscua. A veces empiezo con Jonathan Guevara, y a la segunda canción me cambio a Gabriel Tristán. Había una chica que me gustaba mucho, porque me llamaba “campeona” y me daba la impresión de que juntas quemábamos un porrón de calorías, pero he dejado de ponérmela porque al tercer día entendí que ella pensaba que estaba dando la clase a señoras de 70. Es decir, iba dejando pistas, pero como estoy espesa, me costó atar cabos. Decía, por ejemplo: “el deporte es bueno a cualquier edad”. Y yo pensaba: “efectivamente”. También daba opciones de “menos impacto” para cada ejercicio. Y yo lo agradecía. Al final me mosqueé y descubrí que lo que me hacía sudar como si fuera 20 de junio en Madrid eran unas tablas para desentumecer articulaciones.

No somos nadie. 

La Diosa se avergonzaría mucho de mí. Como si la viera: “Esto no es lo que yo te enseñé. Me deshonras”. Antes de todo esto, hubo demasiadas elecciones, campañas y días que parecían históricos. Dejé de ir a verla y perdí la poca forma física que tenía.  Ahora mismo sería incapaz de repetir aquellas flexiones que nos metía entre canción y canción. Las cuarentenas son muy propicias para hablar con gente que hace tiempo que desapareció de tu vida. Es como el principio del Facebook, cuando todo el mundo se creó una cuenta y se puso a buscar amigos del colegio.  Yo no he hablado con La Diosa, pero pienso mucho en ella estos días.  ¿Tendrá la infraestructura necesaria en casa para mantener ese culo en la coronilla? ¿Habrá aparecido algo de celulitis en esas piernas de acero ahora confinadas? ¿Pasará la cuarentena con Dios, sola o con sus padres? ¿Comerá torrijas? 

Lo de la infraestructura lo digo porque parece que no, pero es vital. En los vídeos de internet hacen zumba en grandes salas de gimnasio, frente al espejo de la vergüenza, o en espacios abiertos. A veces se ve un puerto detrás, un parque con niños, una fuente… Repetir las coreografías en un salón que mide ocho pasos de pared a pared – los he contado-, es misión imposible. Lo que hago, cuando ya no puedo seguir el paso del profe porque llego a la otra pared, es dar un saltito. Pero según lo doy me da un ataque de risa que me ahogo y tengo que darle al pause y rehidratarme. Quizá algún lector tiene trucos para evitar estos contratiempos logísticos. Soy toda oídos.