Perdonar a Dios

Recuerdo perfectamente el día que Dios dejó de interesarme porque fue el día que murió mi abuela Fina. Yo tenía 10 años y aquello me pareció una canallada imperdonable. Para entonces ya tenía el vestido de la primera comunión y por no plantar a toda la familia en el altar (y renunciar a los regalos) hicimos juntos ese último sacramento. Se equivocó tres pueblos, porque además, era con mi abuela con la que iba a misa. No se me olvidará nunca tampoco la vez que descubrí en la iglesia que ella movía la boca pero no cantaba. A mí me salió del alma un “¡abuela, no te la sabes!”, justo cuando terminaba la canción y la colleja que me dio se oyó en Malpica. El último recuerdo que tengo de ella, el que me pongo de vez en cuando, no es de cuando colaron a sus nietos en el hospital, sino de aquel día, cuando la miré de reojo para ver cómo de enfadada estaba y vi que tenía una sonrisa de oreja a oreja. Por mi culpa.

Los creyentes siguen perdonándole -terremotos, inundaciones, accidentes de tráfico, epidemias…- porque la fe es ciega, como los enamorados. Pasa en la religión, en el amor y en el fútbol: es difícil juzgar con objetividad al que te hace -o te hizo- feliz. Disponen de un margen de error más grande, suficiente para que yo recuerde aquella colleja con un cariño infinito; para que las parejas decidan convivir voluntariamente con los defectos de otro – o incluso para que los olviden completamente si les abandonan- y para que nadie queme la camiseta de su jugador favorito cuando se entera de que ganando chiquinientas veces más, ha decidido estafar chiquinientos euros a Hacienda.   

El colmo de todo esto es Maradona. Dedicó buena parte de su vida, con obstinación y método, a autodestruirse. Pero el 25 de noviembre, cuando murió por cuarta o quinta vez, pero esta de forma irreversible, los fogonazos de genialidad se impusieron sobre los años tristes y patéticos. Los periódicos fueron a finales de los ochenta para escoger la foto de portada de la misma forma que millones de personas buscaron en internet los vídeos hipnóticos de la mejor etapa -el gol del siglo, el juego con la pelotita de papel albal, el calentamiento del Live is Life– en lugar de esos otros donde discute con unos niños o apenas se tiene en pie. “Bailaba rebien”, dice en el documental de Kapadia Claudia Villafañe, madre de dos de sus muchos hijos. “No sabéis lo que os habéis perdido”, pintó alguien en el muro del cementerio después de que Maradona regalara al Nápoles su primer scudetto. ¿Cómo no perdonar a Dios, que nos hizo tan felices?

Mi padre, el Dinamita

En la Universidad no se podía ser más cool que ese chico del pelazo que jugaba al rugby. De 8. Entonces, en Madrid, papá era “El Dinamita” y todas sus fotos de esos años parecen carteles de una película. No me extraña nada que mi madre se enamorara de él y mi padre de ella, sobre todo después de que colocaran los colegios mayores a los que iban a llegar desde Asturias y Galicia uno frente a otro –estaban esperándolos-. Por esa época mi padre estudiaba Astrofísica y hacía sus pinitos en el cine. En casa hemos visto en bucle su papelito en Marchar o morir con Gene Hackman, donde hace un minuto de preso con los brazos detrás de la nuca. Interpretación impecable. Una toma. Y que sepa toda España que mi padre plantó a Catherine Deneuve –le llamaron para hacer de extra en Rojos– para ir a un homenaje a mi abuela, catedrática de matemáticas.

Ya en Coruña, cuando empezó a ser mi padre o yo empecé a ser su hija, le ofrecieron ser hombre del tiempo, pero justo a la vez aprobó la oposición y dedicó las siguientes cuatro décadas a dar clases de matemáticas en un instituto. Yo heredé sus orejas, pero le salí de letras y tuve la desfachatez de llevarle a casa algún suspenso en mates, de los que aún me arrepiento. A cambio, terminé escribiendo en el periódico que él compra desde el día que salió, cinco años antes de que yo viniera al mundo.

Como hoy no puedo verlo, ni abrazarlo, ni darle un regalo, escribo. Para contarle algunas cosas y para compartirlo con otros, además de mi hermano Gonzalo. Me encanta cuando coincido con sus amigos, o con mis tíos o, la última vez fue su frutero, y me dicen cosas que yo ya sé: lo buena persona, lo divertido, lo listo que es. Con 66 años se ha convertido en joven promesa del bridge.  Tenemos el salón de Coruña lleno de trofeos feos, pero merecidos.  Ahora ha tenido que hacer un breve parón en su carrera, pero sigue entrenando por internet . Y como no se puede salir a caminar por ese estupendo paseo marítimo, que mi padre llama “la ruta del colesterol”, ha arreglado una bici estática que llevaba 20 años cumpliendo la función de perchero. A la media hora se gripa y hay que dejarla descansar, pero menos es nada. 

Nos debemos un viaje los tres para celebrar la jubilación. Hemos ido posponiéndolo por una acumulación de días que entonces nos parecían históricos y han resultado ser nada más que campañas y elecciones. Cuando pase todo esto, mi hermano y yo celebraremos que tenemos el mejor padre del mundo por todo lo alto. De momento, feliz día, papá.

Sabina

Me gustó mucho antes de entenderlo, como pasa a veces con las obras de arte. Yo era una niña y él, la banda sonora de mis padres, sentados en la primera fila de la sala de conciertos, que primero fue un Seat Ibiza y luego un Seat Toledo. A fuerza de darle vueltas a la cinta, aprendí aquellos estribillos tristes mucho antes de tener la edad para comprender por qué lo eran. Cantar sus canciones, a ratos en alto y otras para dentro, ayudaba a no marearse por aquella carretera llamada La Espina, que era el peaje de curvas que había que pagar para ir de Galicia a Asturias y de vuelta a Galicia.  El equilibrio, dicen, está en el oído.

Sabina nos acompañaba siempre. Él nos contaba sus cosas y nosotros, las nuestras. Cuando nació mi hermano, le presentamos al nuevo miembro del clan, que ya viajaba en una sillita de bebé por esa carretera a la que año a año iban borrando espinas.  

Algunas canciones nos hacían gracia, como “la del pirata cojo con cara de malo”, y el “¡todos menos tú!”, que cantábamos a grito pelado.  Crecer era entender de qué hablaba Sabina en las otras. Oír o dar portazos que sonaran a signos de interrogación. Saber que existía la posibilidad de un amor civilizado, pero que el bueno era el otro, el que mata, el que nunca muere. Aprender que hay besos que envenenan y que, a veces, los gatos se escapan por los tejados. Crecer era visitar la calle Melancolía, el boulevard de los sueños rotos, la posada del fracaso, la ciudad prohibida. Y volar, volar tan deprisa. 

El mundo era un escaparate, y Sabina te invitaba a entrar y ver todo lo que había dentro. Sus canciones te acercaban a lo que parecía muy diferente o muy lejos, como hacen los buenos reporteros. Podías ponerte en el lugar de princesas y magdalenas porque él sabía escribir líneas que borraban prejuicios-, y compadecerte de los soberbios – ver todo lo que se perdían por no estar atentos.  

Me educaron entre los tres -mi padre, mi madre y Sabina- . Y por eso me permito felicitarle desde aquí en su 70 cumpleaños. Es de la familia.    

La vía obrera

Hace una eternidad, mi amiga María Martín y yo acompañábamos a nuestros padres la última tarde del año por Oviedo. Ellos hablaban de sus cosas y nosotras, de las nuestras. Por entonces, lo que más nos interesaba era nuestro equipo, el Real Oviedo, y nuestro jugador favorito, Carlos Muñoz. Estábamos aún en primera división, el mundo era fácil y bonito, y el 10 nos respondía siempre, ya fuera con goles o asistencias. Además de mi jugador favorito, Carlos fue mi primer amor. Sabía de él todas esas cosas que la gente aprende con el tiempo de sus parejas, como la fecha del cumpleaños o el número de pie. Por saber, sabía hasta dónde vivía, porque María y yo nos atrevimos varias veces- entre vino y vino de nuestros padres- a dejar en su buzón cartas en las que alabábamos su pericia con el balón y sus ojos azules, a juego con la camiseta. 

El caso es que el último día del año, cuando nuestros padres hablaban de sus cosas y María y yo de las nuestras, vimos, a lo lejos, una pareja muy atractiva, él vestido de esmoquin, ella no tengo la menor idea. Eran Carlos y su mujer. Pili, la madre de María, con buenos reflejos, le pegó un par de gritos, y Carlos se acercó. Mientras María y yo mirábamos al suelo con todas nuestras fuerzas, Pili nos delató. “No sabes cómo están las niñas contigo, las tienes locas” y tal y tal. Carlos sonreía –es un suponer, porque yo no me atrevía a mirarlo- y Pili dijo algo así como “qué pena que no tengamos nada para que les firmes un autógrafo”. Lo recuerdo perfectamente porque a continuación yo hice la única cosa valiente que he hecho en mi vida. En ese momento crucial, me armé de valor y dije: “Yo tengo una foto”. 

La foto de Carlos iba siempre conmigo, como los colores, que van por dentro y son una condena perpetua, en primera, en segunda o en tercera división. Colorada como un tomate, en pleno invierno asturiano, saqué la foto de ese bolsito en el que solo llevaba la foto de mi jugador favorito –qué más necesita una niña- y se la entregué. Carlos escribió: “Con todo cariño, para Natalia”. Es decir, pudo firmar sin más, o escribir simplemente “con cariño”, pero puso “con todo”, un detalle que yo, a día de hoy, tropocientos años después, aún le agradezco.

Recuperé esa foto estos días en Coruña, y naturalmente, la he traído conmigo. Me recuerda esa época fácil en la que lo peor que te podía pasar era que tu equipo perdiera el domingo. Cuando todo estaba abierto y estaba convencida de que iban a pasarme cosas extraordinarias, como tropezar con mi príncipe de esmoquin en nochevieja, aunque fuera acompañado de una mujer –la suya- . Puede que aquel día me condenara. Quizá habría sido más fácil hacerse de uno de esos equipos a la cabeza de la tabla, enamorarse del chico que se enamora de ti, hacerme runner, comer quinoa, cerrar a las ocho el ordenador y hasta el día siguiente. Pero elegí todo lo contrario. Y sí, ganar una liga cuando tienes el presupuesto para contratar a uno de esos jugadores que encargan estudios de opinión sobre su siguiente corte de pelo debe ser estupendo, pero no creo que haya nada comparable a estar en segunda y subir a primera por la vía obrera. Sigo creyendo que las mejores cosas llegan siempre con trabajo, esfuerzo y convicción. Nos lo enseñaron, a María y a mí, esos profesores a los que acompañábamos de vinos, nuestros padres. Lo extraordinario solo está al alcance de los que no se conforman. Feliz año a todos.

Rapunzel

Tengo 35 años y aún no he conseguido tener una relación normal con los peluqueros. Me refiero a una relación de tú a tú, de igual a igual. En cuanto me ponen esa bata que se abrocha por detrás –como las camisas de fuerza, ¿casualidad?-, me hago pequeña. Vuelvo, aproximadamente, a los diez años.

Todo arranca, por supuesto, de un trauma de la infancia. No tiene mucho misterio. Recordemos: Yo era la gorda de la clase. El último día de colegio mis padres me llevaban a la peluquería y me obligaban a cortarme el pelo a lo champiñón, esto es, a mitad de oreja. He tratado de destruir todos los documentos gráficos, pero imaginaos el percal: cara de pan, pelo príncipe de Beckelar, y unas orejas excesivamente expuestas al ojo humano –de la generosidad de los pabellones auditivos de los Junquera hablaremos otro día-.

A ver, no es que mis padres fueran malos. Los pobres estaban equivocados. Ellos de verdad creían que el pelo corto era más cómodo para el verano y la arena y la piscina y ese tipo de cosas. Perdonadles, no sabían lo que hacían.

Yo, claro, intentaba resistirme, pero no había forma humana de convencer a mi madre. Por entonces, fijaos lo que os digo, habría cambiado mi walkman por poder tener una coleta de caballo.

De camino a la peluquería planeaba mis venganzas para cuando fuera “mayor” y entonces llamaba un día a la puerta de mi casa convertida en Rapunzel arrastrando una trenza que daba la vuelta a la manzana y con el príncipe de Beckelar enredado en los mechones.

Una vez allí, resignada, me sentaba en el potro de tortura y me dejaba hacer, pero cortaban el primer mechón y caían también las primeras lágrimas. Lloraba, y esto es la purita verdad, con mucha dignidad, es decir, sin hipos ni mocos, como las actrices en las películas. Además, como tenía unos buenos mofletes de gorda de la clase, aquellos lagrimones redondos, perfectos, tenían mucho recorrido desde que salían del ojo hasta que caían en la bata-camisa de fuerza: plof, plof, plof.

– “Nataliña, cuando seas mayor, te corto el pelo gratis, pero no me llores en la peluquería, por favor”, decía entonces Carlos, el dueño de las tijeras.

Pero aquello era imparable. La naturaleza siempre se abre camino.

A veces conseguía la solidaridad de alguna señora que estaba en el secador y de repente levantaba la vista del Hola y decía: “Co pelo tan bonito que ten… ” (es decir, con el pelo tan bonito que tiene). Sé que les hubiera gustado hacer más, pero no podían, atrapadas como estaban por aquellas máquinas que parecía que iban a abducirlas en cualquier momento o con un rollo de papel albal entero inmovilizando sus cabezas. Eran, en cualquier caso, mis cómplices, mis camaradas, y desde aquí aprovecho para mandarles un abrazo solidario.

Aquellas no fueron mis primeras experiencias traumáticas en la peluquería, pero sí las primeras de las que tengo recuerdo. A mi familia le encanta contar la historia de cuando me cortaron el pelo al tifus. Yo tenía unos cuatro años y por aquel entonces en mi casa la peluquería era un gasto innecesario. Era mi madre la que de repente, en el salón, decía: “Esta niña necesita un corte”, cogía las tijeras y perpetraba unos flequillos inenarrables. Otros familiares la riñeron por aquel atrevimiento y para callarles la boca decidió llevarme por fin a un profesional. Como yo era tan pequeña, escogió una peluquería de Walt Disney donde el asiento era un cisne y la bata, de Mickey Mouse. Al parecer, la peluquera había invertido mucho en decoración y nada en formación. Cuando mi madre levantó los ojos de su revista, se oyó un grito, dicen las crónicas de la época. La peluquera había hecho lo que en gallego se llama “una desfeita”.

Lo admitió enseguida y dijo que no cobraría el corte, como si el dinero fuera lo importante. Según las mismas fuentes fue entonces cuando mi madre se acercó a examinar los daños y viendo que era un siniestro total, que no quedaba otro remedio, dijo: “Rapa”.

Una niña de cuatro años con la cabeza rapada ya es algo perturbador, pero ahí no acabó todo. El destrozo previo con las tijeras había sido de tal calibre que una vez pasada la maquinilla en mi cabecita quedaron cuatro pequeñas calvas. Era como si me hubiera mordido un animal.

Por alguna extraña razón, la foto mía que mi padre lleva en su cartera es posterior al incidente en el cisne, con las mordidas y todo. Cada vez que le pido que la cambie me dice: “Nunca has estado tan guapa”. Y se ríe.

Con todos estos antecedentes entenderéis que las peluquerías me impongan mucho respeto. Retraso la cita todo lo que puedo. Trago saliva en cuanto abrochan la camisa de fuerza por detrás. Me convierto en una niña de 10 años y los peluqueros, que huelen el miedo, se aprovechan. Entonces empieza la negociación: ¿Te pongo  mascarilla? ¿Un tratamiento fresh? ¿Hacemos brushing? Deberías llevarte este champú especial…” . Salgo agotada y con botes que cuestan lo que una cena en restaurante de moda de Madrid.

Eso sí, me raparía la cabeza sin dudarlo solo por poder escuchar a mi madre contarme una vez más la historia de la peluquería de Walt Disney.

  

San Valentín

No celebro San Valentín ni ningún otro santo, incluido el mío. Pero tengo una espinita clavada desde 6º de EGB y he pensado que podía utilizar estas líneas para hacer justicia.
Un 14 de febrero de hace millones de años, un niño de mi clase que apenas me hablaba me confesó su amor secreto dejándome un peluche en el pupitre con una nota cuyo contenido, lamentablemente, no recuerdo. Me encontré el regalo al subir del recreo y lo tengo que decir: No estuve a la altura. Mis compañeros se empezaron a reír como si no hubiera mañana y yo quise que me tragara la tierra. El niño que no me hablaba presenció toda la escena y puso la cara más triste del mundo. Yo tendría que haberme abierto camino entre las carcajadas y darle un beso de agradecimiento, pero no lo hice. Guardé a toda velocidad el peluche en la mochila y solo cuando terminaron las clases, pero desde la otra punta de las escaleras, cuando, por supuesto, no había nadie mirando, le sonreí. Eso fue todo.

Con el tiempo me di cuenta de cuánto mérito tenía aquel gesto que yo no supe corresponder. Para empezar, porque entonces yo era La Gorda de la clase. Para seguir porque él era El Tímido, y dejarme el regalo en el pupitre probablemente había sido lo más valiente que había hecho en su vida. Luego estaba el tema económico. Cuando se tiene una nómina, un regalo lo hace cualquiera. Pero cuando tu economía se reduce a la paga que te dan tus padres, desprenderse de tus pesetas es un asunto muy importante. Un acto de generosidad sublime, de renuncia a las pequeñas cosas que entones nos hacían felices, como, valga la redundancia, los happy meal, y los bumaflash que, por cierto, yo consumía en cantidades industriales. El niño que no me hablaba había hecho recortes en su estado del bienestar para comprarme a mí, La Gorda de la clase, un regalo. Quizás hasta se endeudó por mi culpa.

Y no solo eso. Me había dedicado tiempo. Había salido de casa solo con el propósito de comprarme algo. Había entrado en una tienda pensando en mí. Había barajado distintas posibilidades. Había escondido el regalo luego debajo la cama. Había esperado a que todos bajáramos al patio para depositarlo, hecho un flan, en mi pupitre. Había pensado y escrito una nota para explicarse. Y yo no le di ni las gracias.

Sirva esta nota como agradecimiento en diferido. Estoy convencida de que hoy eres policía o bombero o algo así. No había nadie más valiente en esa clase.

  

El día que recibí una carta del rey Baltasar

  En 35 años me ha dado tiempo a perder muchas cosas importantes y a conservar otras tantas por temor a que algún día me lo parecieran o por la pura pereza de tirarlas. Así, perdí los primeros periódicos en los que escribí, hechos, de principio a fin, de internacional a deportes, por yo misma, pero en los cajones aparecen de vez en cuando camisetas de propaganda de cajas de ahorro que ya no existen, casetes de grupos inconfesables, colgantes con símbolos de la paz del diámetro de una tortilla de patatas.
De todas las cosas que perdí, una de las que más me gustaría recuperar o encontrar algún domingo debajo de toda la morralla de los ochenta, es la carta que me escribió el rey Baltasar en persona.

Sí señores, mientras todos los niños escribían cartas A los Reyes, yo recibí carta DE uno de ellos. No os quiero ni contar las peleas a brazo partido con la panda de escépticos que me encontré en el colegio – a alguno le cayó un buen y merecido mordisco-  y dudaban de la autenticidad de la misiva. Empezaba más o menos así: “Querida Natalia: Soy el rey Baltasar. Te escribo porque sé que te doy miedo porque soy de color negro”. A ver, no es que fuera una niña racista, pero entended que en aquel momento, en Coruña no se veían muchos. El caso es que Baltasar me convenció totalmente y a partir de ahí se convirtió, por supuesto, en mi rey favorito. Llevé aquella carta en la mochila del cole durante años.

Luego me vine a Madrid a estudiar. Me mudé a un colegio mayor, a un piso con amigas, a otro con un novio, a un estudio minúsculo -pero con vestidor- y la carta, aquel tesoro de la infancia, se perdió. Me da muchísima rabia. La misma rabia que sentí – y de la que aún no me he recuperado- el día que averigüé que los Reyes, es decir, la meritocracia, no existía. Que tú puedes portarte muy bien y que todo te salga muy mal.

Lo bueno es que los Reyes Magos no existen, pero los padres sí, y los míos eran así de estupendos. Me los imagino ahora, una noche como la de hoy, escribiendo la carta de Baltasar, comiéndose las galletas y tirando por el fregadero un poco del agua que habíamos dejado para los camellos, y todo lo demás me importa un poco menos. Feliz noche de Reyes.