De momento es un gas fétido, pero menos es nada. Lo atribuyen a “microbios suspendidos en las nubes” y aún así, el titular era alentador: Hallados posibles indicios de vida en Venus. Mis grupos de whatsapp echaban humo. “¿Y si el hombre de nuestras vidas está allí, esperándonos?”; “En este planeta yo no veo nada”. “¿Tendrán pulpo y empanada?”. “A ver cuándo me das un nieto”.
Era perfecto porque Venus es el planeta más cercano a La Tierra y varias de mis amigas se marean en los viajes largos. Si nos lanzábamos, siempre podríamos pactar con nuestro novio extraterrestre que unas navidades aquí y las siguientes en Venus. “En verano, como mucho bajamos al sur, a las Rías Baixas”. Luego vino lo de a qué estaría dispuesta a renunciar cada una, y aquí ya se dejaron ver las cobardes: “Pues marisco a lo mejor sí hay, pero pimientos de Padrón ya te digo yo que no”. “¿Pero tú que prefieres? ¿Pimientos o…?”. “La Estrella Galicia nos la llevamos de aquí y no te pongas estupenda que te he visto beber Cruzcampo sin rechistar”. Las peores, de todas formas, eran las escépticas, las que seguían leyendo el texto de la noticia: Venus es el gemelo infernal de la Tierra. Si un humano pudiese pisar su superficie moriría al instante. “400 grados… ¡Pero si tú vives en Madrid! ¡Pues habrá trajes especiales!”.
Yo solo digo una cosa: por lo menos en lo que se ve en la foto – tomada por la sonda japonesa UVI-, Venus, sin filtros, es bien bonito. “¡Hay que seguir leyendo!”: En comparación, las nubes altas de Venus parecen el Edén…. “Mira, dice una de las astrofísicas responsables del estudio: Si hay vida en Venus, la habrá en muchos otros lugares. “¡Es que os precipitáis!”. Y es imposible que la vivienda sea más cara que en Madrid. “Tía, un vestidor, ¡imagínate!”. Puede que tuviéramos que cambiar de aficiones, pero total ahora es como si no las tuviéramos: “¿Hace cuánto que no ves al de la oficina que te gusta?”.
Trabajo, de lo nuestro, siempre hay. Otra cosa son las condiciones. “A ver, habrá que contar lo que pasa allí y hacer que se peleen entre comunidades de microbios, ¿o va a haber café para todos?”. Ahí ya se fastidió: Torra; Puigdemont; “el Senado tendría que ser una verdadera cámara territorial”; la vuelta al cole; Marie Kondo; Gürtel; Filesa; Kitchen; los ERE; Venezuela; Tebas; con cebolla; sin cebolla; la tasa Google; Los taxis; VTC; Ponce; el cartel de Patria; la gala de los Goya; Woody Allen…
Todos los deportistas trabajan con metas: los juegos olímpicos, el campeonato de invierno, la pachanga del domingo. Yo me estoy entrenando a fondo para el maratón del 2 de mayo. No os voy a engañar, pese a mi tabla de cardio en casa con Siéntete joven, he perdido mucha masa muscular. Es como cuando te quitaban la escayola y tenías una pierna tipo Roberto Carlos y la otra de Kate Moss, solo que ahora van conjuntadas: puedo mover los gemelos soplando encima un poco fuerte. La situación no es mucho mejor en eso que llaman “el tren superior”: he desarrollado una especie de alas de murciélago y eso que, todas las veces que me acuerdo de que las tengo, hago ejercicios con mis mancuernas de un kilo de Amazon.
Pensé en hacer cambios en la dieta, como hacen también los deportistas antes de las competiciones importantes, pero el confinamiento me lo impide: para saber comer (en casa) hay que saber cocinar. Y habrá gente capaz de pasar esto sin una cervecita todos los días. No es mi caso. Yo solo encuentro paz cuando abro la nevera y veo las latitas dispuestas en fila por si ataca la morriña y hay que taponar la herida. Los gallegos de la diáspora lo entenderán: abrir una Estrella Galicia es lo más cerca que estamos ahora de oler el mar.
Son matemáticas: la ingesta de calorías crece exponencialmente- porque pasas muchas más horas cerca de la cocina- y la quema se ha reducido de manera inversamente proporcional -porque te mueves en un radio pequeño: cama-sofá-nevera-. Por todo esto, necesito que esa hora de libertad que nos darán si todo va bien, cuente. No puedo limitarme a pasear distraída como hacía antes del apocalipsis. Ni siquiera a caminar rápido, como hace Rajoy, indultado en la fase cero de la desescalada. Necesito que esos 60 minutos se noten en este templo de flacidez. Habrá que correr aunque nadie te persiga. Que me perdonen los vecinos, he empezado a entrenar dando vueltas al sofá.
También he cambiado mi dieta televisiva y solo veo programas y competiciones deportivas, para motivarme. Aunque esto lo hago también porque me moría de envidia cada vez que alguien se daba un beso en la tele y mi estrategia inicial de ver solo series de crímenes no funcionó: siempre hay un detective que se enamora de alguien.
Con un poco de disciplina, creo que podría llegar a la fase importante – libertad de beso y abrazo-, al menos, en el estado previo a la cuarentena. ¡Vamos!
La otan, que es como yo llamo a mis amigas y sus maridos – un grupo metroscópicamente perfecto, la muestra ideal para cualquier encuesta sobre España en su conjunto- me ha pedido que escriba algo desenfadado de la cuarentena, y yo el tratado de la alianza me lo tomo muy en serio. No me puedo comprometer, eso sí, a que sea diario, como el de las campañas electorales, porque aunque viajo menos, estoy más ocupada que nunca. Sabéis perfectamente de lo que hablo. Además del teletrabajo, que significa trabajar mucho más que antes, porque ni siquiera hay el alivio de los desplazamientos, tengo no sé cuántas videoconferencias programadas, tablas de yoga y recomendaciones literarias y cinematográficas varias que atender. En mi vida acumulé tantos deberes y nunca había tenido tan desatendida a Siri, con la que antes del estado de alarma jugaba casi todos los días a preguntas trampa. Por ejemplo:
– Siri, ¿quién es la más guapa del Reino?
– Blancanieves, ¿eres tú?
En todo caso, y como son tiempos duros, que invitan a la reflexión interior, he tomado ya dos decisiones trascendentales para cuando pase todo esto:
1. Necesito más metros cuadrados. Me he dado cuenta de que son muy importantes. La ecuación, en realidad, es salud, dinero, amor y metros cuadrados. Y terraza. Al exterior. En los patios interiores no sale nadie a aplaudir. ¿Hay algo más raro que aplaudir sola? Estoy dispuesta a no comer los lunes y los miércoles a cambio de poder permitirme, por lo menos, un balcón.
2. Echarme novio. Los periodistas nos pasamos la vida preguntando a los demás si hacen autocrítica y a nosotros nos damos manga ancha. Pero yo asumo mi error y bajo el listón. Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir. “Que me haga reír; que sea inteligente, cariñoso pero no agobiante, detallista pero no cursi. Buena persona. Que tenga un trabajo interesante; que entienda que la versión original es innegociable; que le guste Ludovico y la Motown; que baile bien; que sepa hacer las cosas que yo no; que toque la guitarra…”. ¿Pero dónde ibas, criatura? Lo bien que me vendría ahora un buen hombre con el que pelearme por quién baja la basura (¡tú ya fuiste ayer!) y por el mando de la tele (¡Tú escoges mañana!). Lo que entretienen. Las horas que matas enfadándote y reconciliándote. Tengo provisiones de sobra de macarrones y papel higiénico, pero me falta un ser parlante. Alguien que me moleste a las seis y que a las diez piense: ‘qué bien que estás aquí’. Error de cálculo del que me arrepentiré muchos días, según Pedro Sánchez -que ya nos está preparando para prorrogar el estado de alarma- y Pablo Casado -que, en eso, le apoya-.
Esto no solo lo he pensado yo, porque noto que vosotros, mis amigos y amigas con pareja, me llamáis más desde que estamos encerrados. Mi amigo David me ha dicho que ahora tiene unos ratos libres y va a hacer casting para mí. Yo se lo agradezco en el alma, pero desde que me lo dijo estoy más angustiada, porque me preocupa mucho que cuando finalmente me presente a los candidatos, ellos se lleven una decepción, como le pasaba antes de la cuarentena a la gente que ligaba por aplicaciones de móvil con fotos hiper producidas y luego, al verse en persona, zasca. Porque David enseñará mis estampas del Antes de-, cuando según mi Iphone había días que daba 25.000 pasos. Ahora, según las mismas fuentes, hago hasta 12 horas de consumo del teléfono por jornada, y eso engorda. Engorda muchísimo. El chocolate y las gominolas, también. Pero es que las cosas sanas las veo como muy expuestas a las toses y además no tengo ni idea de cocinarlas. Mi casa era uno de esos hogares en los que solo había cápsulas de nespresso. Imaginad la revolución. He hecho ahora, por primera vez en mi vida adulta, una compra de supermercado de más de cinco elementos y por internet.
Sufro, además, porque intuyo que el engorde no va a ser algo generalizado. Es decir, aquí hay mucha gente que, a lo zorrito, sin avisar, ha convertido el salón de su casa en centros de alto rendimiento y hace tablas de glúteos, planchas y sentadillas como si no hubiera mañana para salir con cuerpazo de la cuarentena. Dicen que es para desentumecer, pero están compitiendo entre ellos, en secreto, preparándose para el maratón de la libertad. Yo empecé una mañana con los movimientos esos circulares de cuello, pero me enviaron unos memes y me distraje cuatro días. Mañana empiezo la tabla, lo juro. Sacaré tiempo de donde sea.
Las crisis dicen que sacan lo mejor y lo peor de cada uno. Es la purita verdad. Yo reconozco que me reconforta ver a las influencers en Instagram tirando de archivo. Y cuando vi que Idris Elba tenía coronavirus, mi primer pensamiento no fue ‘pobre Idris’, sino, ‘pues si yo no lo puedo abrazar, su novia tampoco’. Luego, para compensar mis maldades, llamo compulsivamente a los seres queridos para decirles cosas bonitas.
He cambiado. Antes soñaba cosas muy grandilocuentes, tipo enviada especial a conflicto bélico conoce fotógrafo con chaleco de bolsillos y pelazo, pero ahora a veces me despierto y recuerdo que he dedicado la noche a arrasar Zara, o a beber dos tercios seguidos en un bar petado, rodeada de gente que habla muy cerca y discute cuál va a ser el siguiente garito. Siempre hay unos que quieren beber y otros que quieren beber y bailar. Es la vida. Aún no he hecho eso de comprar un vino que no sea para llevar a una casa a cenar, sino para que me lo traigan a la mía, a mi puerta – sin tocar-, porque pasé muchas temporadas de The Good wife preocupadísima por cuántas copas bebería Alicia Florrick cuando no mirábamos. Pero estoy a punto. Este martes, durante una de las videoconferencias, he pensado: ‘Mi reino por una Estrella Galicia’. Y luego he pensado, no, mi reino por ir a Galicia. Hoy han prohibido las playas también. Y el dato me ha encogido un poco, aunque la tenga lejos. Voy a prepararme para la operación bikini. Las de las sentadillas a escondidas: voy a por vosotras, que lo sepáis. Enseguida os alcanzo.
Nunca hemos estado en la misma comunidad autónoma; ella es una estrella de Hollywood y yo una plumilla made in Galicia, pero siempre he considerado a Jennifer Aniston un poco de mi pandilla. Es decir, no tengo con ella la misma relación que con Jennifer López, por ejemplo. De J-Lo o de cualquier otra Jennifer (Gardner, Lawrence…) no sabría interpretar ningún papel, pero las líneas de Rachel Green me las sé de memoria: de la primera temporada de Friends – “Well, maybe I´ll just stay here with Monica”– a la última – “What I am doing? I love you!”-. El primer episodio de Friends se emitió en 1994, el último, en 2004, y yo he visto entera la serie como siete veces. Son muchos años juntas.
Por todo esto siempre he querido que a mi Jen le vaya bien. Me cogí un disgusto del quince cuando Brad Pitt la dejó por Angelina; me enfadé como si estuvieran insultando a mi mejor amiga cuando la prensa amarilla hablaba de ella como si fuera una pobre mujer despechada; la defendí en tertulias caseras como si fuera prima carnal cuando la presentaban como un bicho raro por no tener hijos; y celebré cada vez que la he visto recoger un premio, que es la forma más elegante de venganza.
Cuando conozco a alguien, una pregunta test así rápida para saber cómo es la persona que tengo enfrente es precisamente esa: “¿Jennifer o Angelina?”. Puede parecer una tontería, pero da muchos datos. La respuesta no es vinculante, se puede remontar, pero si eligen a la morena, inevitablemente se abre una distancia entre nosotros y desconfío, como me pasa con la gente que dice: “A mí no me gusta el dulce”.
No estoy orgullosa, porque es pensamiento de mala persona, pero confieso que cuando Brad y Angelina se separaron, me alegré un poquito. Desde entonces, como buena parte del resto del planeta, he deseado con todas mis fuerzas que él se arrepintiera y se diera cuenta de que Jen es única e irrepetible. La mitad por lo menos de las series más longevas y de muchas películas se aprovechan de ese instinto. La trama es siempre la misma: nos presentan una pareja súper riquiña (Rachel y Ross; Meredith Gray y Dereck Sheppard; Alicia Florrick y Will Gardner…) y se pasan años (o sea temporadas) poniéndoles un montón de obstáculos para que el espectador vea un capítulo y otro y otro a ver si algún día por fin se dan un beso y otro día, mucho tiempo después, consiguen estar juntos.(Por cierto, no he perdonado aún a los guionistas de The good wife que mataran a Will).
No estoy en la cabeza de Brad, pero me gusta pensar que cuando se paró delante de la pantalla a escuchar el discurso de Jen al recoger esta semana su premio del sindicato de actores a mejor actriz, por dentro había una mezcla de orgullo y nostalgia. Y creo que como yo, todo el mundo, de ahí la difusión del vídeo en cuestión en redes sociales. A mí me gustaría que volvieran a estar juntos, porque las mejores historias siempre incluyen, además de un romance tormentoso, un momento de arrepentimiento y de perdón. Jen es magnánima. Según he leído por ahí, invita a su ex a sus cumpleaños, y otra en ese percal, el otro día, a lo mejor, en lugar de sonreírle y tocarle con ternura el hombro, pasaba de largo con su vestidazo blanco –que por cierto, recordaba al de la boda-. Que se hayan hecho amigos también es un final bonito. Yo la apoyaré haga lo que haga. Es lo que se hace con los Friends.
Me despierto en… Madrid. Horas de sueño: la pregunta es: me llegué a dormir?
Duermo en… Madrid (con escala en Las Palmas de Gran Canaria)
Kilómetros:3.480
Lo mejor del día:Jugar durante 20 minutos antes del primer mitin a que éramosturistasen una isla y que nos habían convocado a un reencuentro de antiguos alumnos del instituto. Cada uno eligió un papel. Teníamos una Wendy dentista, un Curro domador de delfines y una Ingrid cardióloga. Habíamos triunfado en la vida y seguíamos “como siempre”.
Lo peor del día: Aterrizara las nueve de la noche en Madrid y ver esto…
Desayuno: de campeones
Comida: Bocadillos con vistas
Cena: Gominolas
Oído en la caravana:
–“Me dio un abrazo que abarcaba ciudades”*
*El agotamiento nos pone cursis
Oído en el mitin: “He estado 25 minutos hablando y la puedo cagar” (Asier Antona, líder del PP canario).
El mensaje del día: Escracheadores a la cárcel. Pequeña tregua en el frente de Colón para pedir al Gobierno que actúe contra quienes boicotean sus mítines en Euskadi y Cataluña.
La tortura era… Esto
Lo que nos llega de otros partidos: Ciudadanos ha colocado una lona gigante en la calle Goya simulando el grupo de WhatsApp de Pedro Sánchez y sus ministros.Se presentan a las elecciones para ser administradores al grito de “¡Vamos a cerrarlo!”.
La nueva política es… no poder escribir una pieza del PP por no haber visto Juego de Tronos.Incapacitada para hacer un análisis sesudo de este vídeo, más allá de que los morados son Podemos y los de las flores rojas, el PSOE.
La cita del nativo… En Valladolid, Casado citó a Delibes; en Santiago, a Fraga, y en Canarias, a Benito Pérez Galdós: “La política no se debe basar en los sentimientos, sino en las virtudes”.
Descubrimientos: Es cierta la fiebre de Casado por los coches. Le enseñaron los restos de uno destartalado que hace 20 años que no se fabrica y él acertó el modelo. También pulió la chapa de una Vespa. Aquí mi primo David Junquera lo cuenta maravillosamente.
Si algún día me deja el periodismo, sólo sé hacer dos cosas en la vida. Uno: sé qué canción es en cuanto escucho la primera nota; Y dos: adivino los diálogos y los finales de las series. Mi oído tiene memoria de elefante, pero no encuentro la forma de sacarle rentabilidad. Con la segunda habilidad intuyo que podría ganar millones de dólares. ¿Qué canal o productora no querría saber con antelación qué serie va a funcionar y cuál no? Si adivino el final enseguida, descartada. Si tardo unos cuantos capítulos, contratamos una temporada. Les ahorraría a los señores de la HBO muchísimo dinero, por no hablar de la humillación de tener que cancelar la emisión por falta de audiencia. Eso se paga.
Como catadora de series, viviría en Nueva York, en un loft con ladrillo visto lleno de metros cuadrados. Tendría una cocina con isla a la que vendrían a hacer platos sofisticadísimos mis amigos. Mi salón sería como el de Gertrude Stein, siempre atiborrado de artistas. Uno de ellos, que es fotógrafo, me haría un retrato precioso, lleno de pestañas, pómulos y sombras. De esos que dan ganas de tener nietos para decirles un día: “Pues esa soy yo”.
Nos acostaríamos a las tantas, después de hablar sin parar de cosas que parecían no tener importancia. Por las tardes me pondría el proyector para trabajar y destripar la serie. Con una copa de champán en una mano y un bolígrafo entrenado para la máxima crueldad en la otra. Cada domingo un repartidor recogería mis sentencias: “Desaconsejo absolutamente la compra de HarringtonAbbey. Está clarísimo que el dueño se va a enamorar de la sirvienta, la deja embarazada y él se arruina en plena Guerra Mundial”. O: “Visto bueno a la contratación de TheZimmermans. Me ha costado un rato comprender que eran marcianos que iban a descubrir la cura a todas las enfermedades de La Tierra”.
Por supuesto, de vez en cuando, habría galas. Y el presidente de EEUU vendría a hacerse una foto conmigo y a sugerirme, disimuladamente, que le diera mi endorsement a su candidato a juez del Supremo o similar. Yo llevaría unos vestidos absolutamente ideales porque además de dinero, tengo buen gusto. Y como también tendría tiempo libre, mi entrenador personal, que es un encanto, me habría esculpido un cuerpazo de infarto.
Por el gusanillo, porque, en el fondo, los millones nunca me curaron del periodismo, de vez en cuando escribiría alguna crítica en The New York Times. De series y también de películas. Los actores no dormirían de los nervios, sabiendo, porque es así, que un halago mío lanzaría su carrera y un reproche les generaría traumas de por vida.
Nunca tendría amigos actores. Hay que saber separar el trabajo del placer.
Como soy rica, pero tengo clase y principios, nunca aceptaría los contratos de publicidad. Ni los del champú que quisieron multiplicar sus ventas con mi melena ni los de la pasta que no se pone blanda porque además -a quién voy a engañar-, yo no sé cocinar.
Me invitarían a un montón de cosas a las que, por supuesto, no tendría ganas de asistir. Y las revistas especularían con mi vida sentimental, sin imaginarse por un momento cómo de guapo e inteligente es mi novio secreto.
*(leer después de ver el final)
Era el año 2009. Yo era joven, feliz. Tenía toda la vida por delante. El primer episodio me gustó mucho. Pronto me enganché, porque yo no tengo fuerza de voluntad y me engancho rápido a todo lo que me gusta. Así fueron pasando los años junto a esa mujer – qué mujer-, Alicia Florrick. El guión era tan bueno que te olvidabas enseguida de que él era el Big de Carrey Bradshow y ella la novia de George Clooney. Los casos estaban siempre pegados a la actualidad y hacían la serie aún más interesante. Y entonces, en 2014, como notasteis que nos estábamos encariñando, ¡zas! el primer bofetón: matáis a Will. Así, alegremente. Sin piedad. Esa fue la primera vez que me enfadé con vosotros. Me enfadé tanto que esa noche no pegué ojo. Fui a trabajar sin dormir y juré que jamás volvería a ver vuestra serie.
Luego os fui perdonando poco a poco porque yo tampoco tengo fuerza de voluntad para estar mucho tiempo enfadada -ahí quiero ver un parecido con mi querida Alicia- y termino perdonando lo imperdonable.
Pero lo que habéis hecho con el final… eso no tiene nombre. Que no os quepa duda: iréis al infierno de los guionistas, condenados a ver ininterrumpidamente durante toda la eternidad episodios de Ana y los 7.
Haberlo pensado antes.
Veo en internet que habéis escrito una carta a los fans de la serie explicando vuestros motivos para terminar de esa manera. Veo vuestros nombres, Robert y Michelle King, y vuestras caras de sádicos. «Se supone que el final debe ser un poco inquietante». Mira, Robert, un final, de toda la vida, lo que tiene que traer es PAZ. «No pensamos que los personajes tengan que sortear la tragedia para ser felices». Michelle, bonita, ¿a santo de qué viene que Jason no esté en el pasillo cuando Alicia sale a buscarle?
Pero no contentos con eso, vais y rompéis el matrimonio de Diane y Kurt, con lo monos que eran. Qué necesidad, ¿eh? Y claro, todo es aparentemente para demostrarnos que Alicia se ha vuelto mala. Que the good wife se ha convertido en el malo de su husband. Pues no me parece.
Ahora estaréis en vuestra casa, relamiéndoos. Como si os viera. Quizá ya preparando el siguiente golpe. Otra serie que nos enganche para luego, ¡zas!, dejarnos tristes con un final ambiguo. Mira Michelle, Robert, los finales ambiguos están sobrevalorados. Son una mierda.
A partir de ahora, que lo sepáis, pasáis a formar parte del grupo de Gente Mala. Los conductores de autobús que te cierran la puerta después de haberte pegado la carrera del siglo; las dependientas mentirosas que te llaman cariño y dicen que te queda estupendamente y que los zapatos ceden; los operarios de la grúa; los que que ponen las vallas y los cordones para que te coloques detrás y no oigas ni veas nada; las que dicen siempre: «Yo es que no consigo engordar. Me voy a pedir otro trozo de tarta»… Y vosotros.