Editorial: Jennifer y Brad

Nunca hemos estado en la misma comunidad autónoma; ella es una estrella de Hollywood y yo una plumilla made in Galicia, pero siempre he considerado a Jennifer Aniston un poco de mi pandilla. Es decir, no tengo con ella la misma relación que con Jennifer López,  por ejemplo. De J-Lo o de cualquier otra Jennifer (Gardner, Lawrence…) no sabría interpretar ningún papel, pero las líneas de Rachel Green me las sé de memoria: de la primera temporada de Friends – “Well, maybe I´ll just stay here with Monica”–  a la última – “What I am doing? I love you!”-. El primer episodio de Friends se emitió en 1994,  el último, en 2004,  y yo he visto entera la serie como siete veces. Son muchos años juntas.   

Por todo esto siempre he querido que a mi Jen le vaya bien. Me cogí un disgusto del quince cuando Brad Pitt la dejó por Angelina; me enfadé como si estuvieran insultando a mi mejor amiga cuando la prensa amarilla hablaba de ella como si fuera una pobre mujer despechada; la defendí en tertulias caseras como si fuera prima carnal cuando la presentaban  como un bicho raro por no tener hijos; y celebré cada vez que la he visto recoger un premio, que es la forma más elegante de venganza.  

Cuando conozco a alguien, una pregunta test así rápida para saber cómo es la persona que tengo enfrente es precisamente esa: “¿Jennifer o Angelina?”. Puede parecer una tontería, pero da muchos datos. La respuesta no es vinculante, se puede remontar, pero si eligen a la morena, inevitablemente se abre una distancia entre nosotros y desconfío, como me pasa con la gente que dice: “A mí no me gusta el dulce”.  

No estoy orgullosa, porque es pensamiento de mala persona, pero confieso que cuando Brad y Angelina se separaron, me alegré un poquito. Desde entonces, como buena parte del resto del planeta, he deseado con todas mis fuerzas que él se arrepintiera y se diera cuenta de que Jen es única e irrepetible. La mitad por lo menos de las series más longevas y de muchas películas se aprovechan de ese instinto. La trama es siempre la misma: nos presentan una pareja súper riquiña (Rachel y Ross; Meredith Gray y Dereck Sheppard;  Alicia Florrick y Will Gardner…) y se pasan años (o sea temporadas) poniéndoles un montón de obstáculos para que el espectador vea un capítulo y otro y otro a ver si algún día por fin se dan un beso y otro día, mucho tiempo después, consiguen estar juntos.(Por cierto, no he perdonado aún a los guionistas de The good wife que mataran a Will).  

No estoy en la cabeza de Brad, pero me gusta pensar que cuando se paró delante de la pantalla a escuchar el discurso de Jen al recoger esta semana su premio del sindicato de actores a mejor actriz, por dentro había una mezcla de orgullo y nostalgia. Y creo que como yo, todo el mundo, de ahí la difusión del vídeo en cuestión en redes sociales. A mí me gustaría que volvieran a estar juntos, porque las mejores historias siempre incluyen, además de un romance tormentoso, un momento de arrepentimiento y de perdón. Jen es magnánima. Según he leído por ahí, invita a su ex a sus cumpleaños, y otra en ese percal, el otro día, a lo mejor, en lugar de sonreírle y tocarle con ternura el hombro, pasaba de largo con su vestidazo blanco –que por cierto, recordaba al de la boda-. Que se hayan hecho amigos también es un final bonito. Yo la apoyaré haga lo que haga. Es lo que se hace con los Friends.

Connecting people

Empecé 2020 volviendo a 2005. No fue algo voluntario. Perdí el móvil en nochevieja y tuve que recuperar mi viejo Nokia 6300, una pieza arqueológica, sin internet, ni whatsapp, ni Telegram, ni Twitter,ni Facebook, ni Instagram. Un teléfono

raso,  con solo dos funciones: llamar y enviar SMS. Meterme en la carpeta de mensajes recibidos –lo que tuve que hacer pulsando auténticos botones, porque la minúscula pantalla por supuesto no era táctil- fue como viajar en el tiempo; como encontrar un fósil, una huella antiquísima de mi paso por aquí. El primer mensaje tenía fecha de 2005, cuando no había smartphones o yo creía que no los necesitaba. Me pareció, leyéndolos, que pertenecían a alguien muy feliz; que la vida era más fácil, como los aparatos. 

La persona que leía los SMS, o sea yo, no había dormido precisamente por temor a quedarse dormida – los smartphones provocaron la extinción de los despertadores y otras especies electrodomésticas-. Y experimentaba un cuadro de ansiedad con angustia, palpitaciones e incluso alucinaciones, porque oía notificaciones de whatsapp que no existían más que en mi cerebro, como ese dolor fantasma que sucede a las amputaciones. No sé cuántas veces, en las 24 horas que estuve sin iPhone, hice el amago de buscar el teléfono que ya no tenía, pero fueron muchísimas.  Una cantidad patológica. 

En el metro, viendo a todos mis vecinos de vagón enfrascados en sus pantallas táctiles, llenas de aplicaciones y otras cosas maravillosas, sentí verdadera envidia. Los odié con todas mis fuerzas – a mujeres, hombres, adolescentes y ancianos-  y los puños apretados para engañar a las manos vacías. Saqué entonces del bolso mi reliquia. Acorralados, como estábamos, bajo tierra, pude escuchar perfectamente los murmullos y risas que iban cambiando de estación a estación. Abrí la carpeta de fotos y aparecieron unas sombras de colorines. Con mucho esfuerzo pude llegar a identificar un exnovio borroso y una ciudad distinta. Después abrí la carpeta de SMS. Estaban llenos de cosas bonitas.  Tan bonitas, que me sorprendió haberlas olvidado. Las escribían personas que me querían y que ahora lo hacen de otra forma. Eran dos o tres al día, no más. Pero cada palabra estaba muy bien elegida; no eran –ni literal ni figuradamente- gratuitas.  Algunos mensajes reclamaban de forma encantadora que ella volviera de un viaje, de un recado. Otros explicaban por qué él tenía ganas de regresar a ella. Había halagos desarrollados. Había intención y método. Comprendí que se trataba de un diálogo personal, intransferible, sin todas esas herramientas – emoticonos, gifs- que millones de personas utilizamos a diario por falta de imaginación, de ganas o de tiempo.  El soporte podía ser rudimentario; lo que se decía, nunca. 

Uno de los mensajes ya no era de este mundo y al leerlo escuché una voz que lamentablemente no oía desde hace mucho tiempo. Magia.

La lista de contactos era casi tan pequeña como la pantalla. Entonces no necesitaba tantos. Los que estaban siguen estando, pero en el nuevo teléfono aparecen ahora entre un montón de nombres, siglas y cargos. A algunos números de esa lista primitiva, original, ya no puedo llamar porque no hay nadie al otro lado.

Empecé 2020 viajando a 2005. Ya tengo iPhone, y he recuperado whatsapp, Telegram, Twitter, Instagram y Facebook. Pero echo en falta lo que ya tuve. En todos los viajes se pierde algo.