Ganas de otros

Ganas de otros

Al final va a ser verdad eso de que los periodistas vivimos en una burbuja tuitera y ensimismada y también va a ser cierta esa frase tan cursi de que lo importante no es el destino, sino el camino. Te das cuenta cuando viajas con tiempo y no llegas la estación de tren o al aeropuerto con la hora pegada, sino con margen para observar la fascinante naturaleza humana. Todo está ahí: lo mejor y lo peor; el amor y el desamor; los codazos y el altruismo.

Esas parejas rotas que por alguna razón aún se obstinan en disimular, es decir, en viajar juntos, aunque en realidad caminen hace mucho a un metro del otro, sin hablarse. Esas familias a las que la aerolínea ha colocado en asientos diferentes y cuando vas a ofrecer el tuyo para que la mujer pueda sentarse con su marido descubres que no es madre de dos, sino de tres – él la reclama constantemente para cualquier tontería- y ella te implora con la mirada que no le cambies el sitio, que quiere meterse en el cuerpo de una soltera, al menos durante esa hora de vuelo, y respirar. Ese gallito de corral que habla en el vagón del AVE a voz en grito por el móvil creyéndose el lobo de Wall Street. Ese tipo que se tira todo el viaje insinuándose a su compañera de oficina cuando es obvio que a ella el que le gusta es el de recursos humanos que se ha puesto los cascos y ha pedido que lo despierten al llegar.

Esa comunión que genera la adversidad, es decir, Ryanair, cuando alguien descubre en la cola de embarque que les cobran por cada maleta porque no son “priority” y los amigos del alma que acaban de hacer le ayudan a repartir pertenencias para no recordar el viaje por el suplemento de chiquinientos euros con el que empezó. Ese chaval que llama a su madre para decirle, con mucha pena, que le han quitado en el control la crema que le dio – “porque eran 200 mililitros, mamá, y no dejan más de 100. Lo siento muchísimo”- y se despide con un “te quiero” sincero, desacomplejado, aunque tenga gente respirándole en cada oreja porque el ser humano es así, se pega al de delante en las colas de embarque como en los semáforos y como en el supermercado, no se vaya a colar nadie. Ese hombre mayor que, al oír al chaval, detecta lo mismo que yo, que va a ser un tipo estupendo, y le explica que a él también le quitaron no sé qué en el control para que el chico no se sienta mal por no saberlo o por no acordarse porque también los veteranos pagan a veces la novatada. Esa empleada de Ryanair que es maleducada con los pasajeros que tienen preguntas porque está cansada, porque le pagan mal o porque es así de serie, y esa otra a la que los mismos pasajeros con las mismas preguntas despiden con una sonrisa, porque ella, aunque no tenía respuestas agradables, ninguna de esas que empiezan con un “no se preocupe”, la llevaba siempre puesta.

Esas amigas que hacen un esfuerzo monumental para juntarse una vez al año lejos de sus vidas y responsabilidades y cogen trenes, autobuses, aviones y coches para imitar un rato a los turistas y posar en las fotos como posa esa gente de los folletos de viajes: feliz, despreocupada. Y cómo fingimos que no hace tanto calor, y cómo nos metemos alegremente en esas playas que parecen piscinas, porque hay tanta gente en el mar que hay que nadar por un carril invisible, pero estrecho. Y cómo todo sale, al final, peor de lo planeado, porque el ocio debe de ser así, una cadena de imprevistos, y cómo siempre, al llegar a casa y deshacer la maleta, y cada vez que recuerdas el viaje a partir de ese día, te ríes. Porque habrá gente que no necesite ese respiro de su familia en el avión, y habrá parejas acarameladísimas de luna de miel, y mundos donde le gustas al de recursos humanos y donde el lobo de Wall Street no grita en un vagón de tren porque viaja en jet privado. También existen, de hecho, compañías diferentes a Ryanair, pero la vida es lo otro: que te quiten o prescindir de los potingues que compramos para parecernos a las chicas de los anuncios; no tener un minuto que perder facturando y llevar en la maleta lo justo: ganas de otros, que es muy distinto a querer ser otro.

Memorias de la otan

(A petición de la Alianza, balance de la etapa fundacional)

Para nosotras, Madrid era un pueblo. Una pequeña aldea con nombre de algo más grande, Ciudad Universitaria, donde teníamos todo lo que necesitábamos. Durante años apenas hicimos alguna excursión al extranjero – el kinépolis, el centro comercial de La Vaguada…- y solo para comprobar que fuera no nos estábamos perdiendo nada. Habíamos llegado de otros sitios pequeños llamados provincias (A Coruña, Álava, Badajoz, Alicante…) y en los que se habían quedado nuestras familias, así que decidimos formar una nueva, paralela. ¿Qué es, si no, un grupo que se quiere y se conoce desde hace 20 años?

Vivíamos en un colegio mayor, el Mara, y el primer año tuvimos la suerte de que casi todas nuestras habitaciones- que llamábamos “el zulo”- estaban en el mismo pasillo. Al zulo de Ana, por ejemplo, íbamos a comer un lomo riquísimo que nos enviaban sus padres desde don Benito – desde aquí, otra vez, gracias-. Al de Almu, que tenia suite -al hacer esquina, su habitación tenía un par de metros cuadrados extra-, a organizar asambleas sobre el plan del viernes por la noche. En aquel pasillo, que estaba a la altura del patio, tuvimos dos plagas: una de hormigas (empezaron colonizando el lomo y se vinieron arriba) y otra, mucha peor, de cucarachas. Un día, Almu y yo intentamos matar a una en el pasillo disparándole desodorante a tres metros de distancia y gritándole para intimidarla. Lo recuerdo perfectamente porque fue el día que decidí que, si en algún momento, por lo que fuera, teníamos que organizar un gabinete de crisis, Blanca debía presidirlo. Salió desde su zulo, el 1, hasta el de Almu, el 9, en pijama -eran las siete de la mañana o así-; nos miró, miró a la cucaracha, y la mató con un golpe seco de zapatilla, a sangre fría. Almu y yo ni siquiera nos atrevimos a mover el cadáver.

Otra de nuestras grandes anécdotas fue cuando tuvimos mononucleosis. Fuimos cayendo como moscas, una detrás de otra, con “la enfermedad del beso”. Por aquel entonces, Laura llevaba una lista de besados, un ranking de ligues, que iba engordando según Ana nos hacía la pregunta por las mañanas. Al principio era: “¿Has cataoooo?” y luego, por influencia del lobby gallego – el más numeroso de la pandilla- terminó siendo: “¿Catasteee?”. No quiero presumir, pero en mi lista de besos llegó a estar Alfonso, el del Chaminade, un chico monísimo que estudiaba Medicina y nos gustó a todas a la vez. Las peor paradas de la mononucleosis fuimos Isa y yo. Ella porque tenía mucha fiebre y estuvo muy debilucha un par de meses, y yo porque me recetaron un antibiótico- al principio se pensó que lo mío eran anginas- que me provocó una reacción alérgica de escándalo. Digamos que una mañana amanecí con el cuerpo lleno de ronchas y mi aspecto era el de alguien que acaba de salir de un coche ardiendo. La excursión a urgencias es otro de los momentazos de la otan. En el hospital pensaron, emocionados, que lo mío era rubeola y llegaron varios médicos muy contentos desde distintas plantas porque nunca habían visto un caso. Una chica que llevaba un dorsal en el que se leía “PRÁCTICAS” tuvo que pincharme varias veces. La primera – a día de hoy no sabemos muy bien cómo lo hizo- , me manchó de sangre todo el brazo y la camisa. La cara de mis amigas cuando salí del análisis – ensangrentada y con mis ronchas de tercer grado- no se me olvidará nunca. También fue el día en que un médico un poco bruto me llevó a un saloncito que yo interpreté como el salón de las malas noticias y me dijo, antes de que yo empezara a llorar: “¿Te acompaña algún familiar?”. Para chafe de los médicos resultó ser- como había dicho mi tía Belén por teléfono- mononucleosis y no rubeola.

Otra de nuestras batallitas fue cuando hicimos de go-gos. Hoy lo pienso y no sé cómo me dejan escribir en el periódico. Un amigo de Laura nos consiguió el trabajito en una discoteca. Consistía en aparecer y hacerlo disfrazadas. Yo me puse el vestido de nochevieja, compré unos guantes largos en un chino y dije que iba “de Gilda”. Ana se puso su chaleco vaquero de ligar y dijo que iba “de vaquera”. Para el resto de la pandilla hicimos acopio de material. Quedó sin asignar el “de hawaiana”, que consistía en un bikini y una falda de tiritas de papel amarillas. Estuvimos un tiempo discutiendo sobre si dejar ese para Paula – que no había estado presente en el brainstorming– era de justicia; si íbamos a dejar así como así que una di noi saliera a la calle medio en pelotas. Pero para nuestra sorpresa, cuando Paula llegó – probablemente, de unas tortitas con Tkachenko en el VIPS- le encantó el disfraz y nos dio muchas veces las gracias. ¿Quiénes éramos nosotras para quitarle la ilusión?

Hicimos una entrada triunfal -eso era algo que teníamos muy perfeccionado-, pero a partir de ahí no debimos ser muy competentes porque a la hora o así aparecieron gogos profesionales, de verdad. Eran tres chicas diez años mayores que nosotras en tanga y sujetador blanco. Luego comprendí por una cruz roja que llevaban en la frente que iban “de enfermeras”. Nos subieron de la mano a la tarima de la discoteca y empezaron a lanzar condones a la pista de baile. Imaginad el bochorno de Gilda. Al final, nos pagaron en especies -copas- y risas. Sinceramente, me pareció lo justo.

Teníamos novios y/o amigos en todos los colegios mayores, lo cual quería decir que había fiesta SIEMPRE. Además de las convencionales (carnaval, San Patricio, etc), estaban las autonómicas (fiesta andaluza, fiesta de Galicia…) y mis favoritas: fiesta porque sí. En nuestro colegio mayor podías salir hasta las siete de la mañana. Si querías seguir después de esa hora, había que desplazarse del lugar en el que estuvieras hasta el Mara para firmar en un papel y volverte a ir. Si no lo hacías te ponían falta grave y cuando acumulabas tres, te echaban. Cada mes enviaban a casa el listado con las veces que habías “firmado”, pero la época en la que más salí de mi vida también coincidió con la época en la que me pusieron más sobresalientes y matrículas de honor, así que mi padre nunca comentó nada del parte. No daré nombres, pero un miembro de la otan se quedó dormida una vez cerca, pero fuera del Mara, y nos despertaron en el colegio preguntando que dónde estaba. Fuimos a buscarla al colegio mayor de la última fiesta, gritando su nombre por los pasillos, hasta que oímos su vocecita. Fue lo que se dice una falta grave amortizada.

Cuando no había fiesta en los colegios mayores, quedábamos en el parque Almansa, donde se hacían botellones masivos. El botellón en sí es una cosa bastante ordinaria, pero nosotras nos preparábamos para ir al parque como si fuera una gala de los óscar. Hemos llegado a subir con sandalias de swarovski – a 3 grados en Madrid- y abrigos de doctor Zhivago. Hacíamos una entrada triunfal porque mis amigas eran – y son- como un catálogo de Victoria Secret, y luego nos poníamos en nuestro árbol – siempre el mismo- para recibir al pueblo. Después nos desplazábamos hasta una discoteca llamada CATS donde disponíamos de una cosa llamada “carné de señorita” que suena peor de lo que es. Consistía, básicamente, en que entrábamos y bebíamos gratis porque el local -atención- nos consideraba un reclamo. Sé que esto es políticamente incorrecto, y me crucificarán – con razón- mis camaradas feministas, pero a mí, tener ese carné me hacía bastante ilusión, la verdad.

También habría que contar cuando nos colamos en la gala de los Goya y terminamos sentadas en el patio de butacas -y el cocktail posterior-mientras uno de los premiados se quejaba porque no había podido llevar a sus padres a la ceremonia. Nadie nos preguntó nada porque entramos con la misma actitud que llegábamos al parque Almansa y los mismos modelazos. Ya ha prescrito, pero igualmente pido desde aquí perdón a la Academia.

En el colegio convivíamos con 200 niñas. Al principio (año 1999), no todo el mundo tenía móvil y nos llamaban a un teléfono que estaba en el pasillo. Para avisarnos de que la llamada era para nosotras sonaba en los zulos un ruido infernal que daba unos sustos de muerte: lo llamábamos “la chicharra”. Era muy común pasar por el pasillo y ver a Lorea hablar a toda velocidad con sus padres en euskera. Luego le costaba un rato hacer la transición y entraba en alguna habitación y decía, por ejemplo: “No saquéis mucho ruido” o “quedamos en el cruzaje”. Con Lorea aprendí que su nombre significa “flor” y que “tormenta” se dice Ekaitz, que era su novio. Tormenta era, sin embargo, un pedazo de pan. Y Lorea también. Se le atascó la anatomía de primero. La pobre se examinó no sé cuántas veces de la asignatura. Un día llegó al comedor corriendo y nos dijo que por fin había aprobado. La otan se puso en pie, cogió sus tenedores, empezó a golpear los vasos, y anunció la buena noticia al resto del colegio. Todo el comedor empezó a aplaudir a Lorea, que lloraba con hipos de emoción. Luego nos dejó chocolate y gominolas de la cafetería – un sitio donde pidieras lo que pidieras, todo sabía a bacon-, en nuestros zulos.

Al tercer año, la otan se repartió en distintos pisos. Salvo yo, que pasé el lustro de la carrera en el colegio mayor porque tenía una beca por la que resultaba mucho más barato vivir allí y comer del rancho. Terminé siendo la veterana de las veteranas (con dos faltas graves).

Decidí llamarnos la otan porque funcionamos enseguida como un bloque: Estados distintos unidos para afrontar lo que viniera. Ellas hicieron magia y consiguieron que la peor época de mi vida fuera también la mejor. Entre las fiestas de disfraces, los exámenes, las preocupaciones más o menos fáciles, llegaron las pérdidas, las amenazas reales. Y cada vez respondimos, como dice el artículo cinco del tratado de la Alianza Atlántica, como uno solo. Lo hemos pasado muy bien. Pero también muy mal. Es lo que hace que un conjunto (una pareja, una familia), sea indestructible.