Diario de la desescalada (III)

Fase: 0

Pasos: 6.087

Horario: de 21 a 22.15

Consumo de móvil: 10 horas, 4 minutos

Playlist:

Flight over África, John Barry

Siboney, Connie Francis

Nessum Dorma, Pavarotti

Dream a little dream of me, Ella Fitzgerald

Purple rain, Prince

At Last, Etta James

Ancora, Ludovico

I Think of you, Rodriguez

Way down in the hole, Domaje

Wild horses, The Rolling Stones

Outfit: mi sudadera vintage de Polaroid, mallas del Decathlon, pelo mojado.

Paisaje:

Gente haciendo planes…

Reencuentros:

Hola Julia

Dios aprieta… pero no ahoga: ¡Galicia a domicilio!

Incidencias:

1. Vivir para contarlo. Hoy casi me atropella un patinador. Iba a 120 por hora, sin control, y estoy segura de que sin carné. Debió de subirse por primera vez a los patines el sábado pasado. Toda mi vida pasó por delante. De hecho, fue una niña gorda de primera de comunión con flequillo y cancán la que me gritó apártate en el segundo justo. Al conductor temerario le perdono porque me recordó la excursión a la nieve, cuando hice el recorrido de telesilla a telesilla en una perfecta línea recta, a 200 y con los ojos cerrados. Teniendo en cuenta las circunstancias, he de decir que hice un aterrizaje con los esquís propio de Nadia Comaneci. No me rompí nada y al final tampoco me denunció nadie.

2. He observado mucha tensión en los convivientes. Salen juntos a pasear, pero no se hablan. Van mirando el móvil y hacen fotos (al paisaje, no al otro). Vi muchas parejas así y al final seguí a una, para ver si había reconciliación en el camino. Ni una palabra en 15 minutos. Ni una caricita al parar en el semáforo. Creo que están en su última prórroga.

Deberes:

–          Leer bien el BOE para explotar a tope la fase 0 y pedir citas previas en sitios.

Revista de prensa: ¿Aquí no hay una contradicción?

Diario de zumba (en casa) III

Todos los deportistas trabajan con metas: los juegos olímpicos, el campeonato de invierno, la pachanga del domingo. Yo me estoy entrenando a fondo para el maratón del 2 de mayo. No os voy a engañar, pese a mi tabla de cardio en casa con Siéntete joven, he perdido mucha masa muscular. Es como cuando te quitaban la escayola y tenías una pierna tipo Roberto Carlos y la otra de Kate Moss, solo que ahora van conjuntadas: puedo mover los gemelos soplando encima un poco fuerte. La situación no es mucho mejor en eso que llaman “el tren superior”: he desarrollado una especie de alas de murciélago y eso que, todas las veces que me acuerdo de que las tengo, hago ejercicios con mis mancuernas de un kilo de Amazon.

Pensé en hacer cambios en la dieta, como hacen también los deportistas antes de las competiciones importantes, pero el confinamiento me lo impide: para saber comer (en casa) hay que saber cocinar. Y habrá gente capaz de pasar esto sin una cervecita todos los días. No es mi caso. Yo solo encuentro paz cuando abro la nevera y veo las latitas dispuestas en fila por si ataca la morriña y hay que taponar la herida. Los gallegos de la diáspora lo entenderán: abrir una Estrella Galicia es lo más cerca que estamos ahora de oler el mar.

Son matemáticas: la ingesta de calorías crece exponencialmente- porque pasas muchas más horas cerca de la cocina- y la quema se ha reducido de manera inversamente proporcional -porque te mueves en un radio pequeño: cama-sofá-nevera-.  Por todo esto, necesito que esa hora de libertad que nos darán si todo va bien, cuente. No puedo limitarme a pasear distraída como hacía antes del apocalipsis. Ni siquiera a caminar rápido, como hace Rajoy, indultado en la fase cero de la desescalada. Necesito que esos 60 minutos se noten en este templo de flacidez. Habrá que correr aunque nadie te persiga. Que me perdonen los vecinos, he empezado a entrenar dando vueltas al sofá.

También he cambiado mi dieta televisiva y solo veo programas y competiciones deportivas, para motivarme. Aunque esto lo hago también porque me moría de envidia cada vez que alguien se daba un beso en la tele y mi estrategia inicial de ver solo series de crímenes no funcionó: siempre hay un detective que se enamora de alguien.

Con un poco de disciplina, creo que podría llegar a la fase importante – libertad de beso y abrazo-, al menos, en el estado previo a la cuarentena. ¡Vamos!

Mis favoritos

Hay que ser objetiva, neutral, mantener la imparcialidad. No se debe, pero confieso que tengo favoritos. Desde hace años son los que tienen muchos más que yo. Aprendí a apreciarlos con los que me tocaron de serie: dos pares de abuelos excepcionales e interesantísimos. Luego, trabajando, he tenido la oportunidad de entrevistar a muchos, casi siempre en circunstancias duras. Por ejemplo, delante de una fosa común abierta, buscando un esqueleto con reloj, el de su padre. La gente mayor es dura, pero sabe ser tierna. Es sabia, pero humilde. Y un lujo para mi oficio: nadie tiene tanto que contar y por contar.

Mi abuela materna, Fina, se fue demasiado pronto. Yo tenía diez años y perderla es el primer recuerdo que tengo de la tristeza. Los bebés y los niños lloran mucho, pero de adulto no te acuerdas. La primera vez que miro atrás y me veo llorando es el día que me dijeron que ella se había ido “al cielo”. Y no es solo porque sus nudillos fueran la máquina de cosquillas más perfecta que existe; porque hiciera la mejor tortilla con tomate del mundo o porque su maravillosa tienda (ferretería, juguetería y lo que surja) fuera el lugar donde yo he sido más feliz en toda mi vida, sino porque tenía algo que identifiqué ya de mayor, cuando aprendí la palabra: un carisma de aquí a Finisterre.

Después fui perdiendo al resto de mis abuelos, mis dos Ángeles, el paterno y el materno, y a María Luisa. Empecé a conocer a los abuelos de otros. Me gustan mucho los niños- especialmente algunos-, y los adultos -especialmente algunos-, pero tengo debilidad por los mayores porque son los que concentran, en mayor porcentaje, las cosas que me gustan. Por ejemplo, han sido muy trabajadores, y eso siempre me ha derretido: ver a alguien esforzándose en lo que hace, sea lo que sea. Son discretos, no se gustan; a veces no hablan mucho si no insistes, pero si aciertas con la pregunta, que es una de mis sensaciones favoritas, es como descubrir una fuente de petróleo. Son tesoros escondidos, cofres por abrir. 

Entre los 47 millones de españoles asustados pienso en ellos los primeros, por razones obvias. Tienen la fuerza de la experiencia, de la acumulación de datos y vivencias, pero la debilidad física de los años. Son la generación más generosa y antes del coronavirus lo han demostrado de sobra: prestando su pensión a los hijos durante la crisis; cuidando siempre de los nietos. Abofetearía uno a uno a los que no han entendido que hay que quedarse en casa; a los que con ignorancia y soberbia – tan peligrosas ahora- siguen actuando como si esto no fuera con ellos. Como no puedo hacerlo, recuerdo el motivo para quedarse en casa por aquí: se lo debemos. A todos los que sí han entendido, y que afortunadamente son mayoría, muchas gracias por proteger a mi gente favorita.

Un día menos

Un día menos para darle a mi tío Pablo el abrazo que me dolió no poder darle estos días.

Un día menos para despedir a mi tía Macu.

Para tomar un vino con mi padre y volver a jugar con mi hermano a guerra de besos (él los vendía caros).

Para decirle a mi tía Belén que ya puede descansar. Y en nombre de tantos: Gracias.

Para esperar una ola en la orilla.

Para enfadarme con el árbitro.

Para preocuparme de tonterías.  

Para ponerme unos zapatos de tacón.  Para estrenar una camisa.

Para celebrar cumbre de gallegos en nuestro cuartel general, Lúa.

Para enfocar de lejos.

Para pedir al DJ que ponga por favor, por favor, la canción que me gusta.

Para hacer, como siempre, un desastre de maleta.

Para levantar la cabeza en la redacción y pedir un sinónimo o darlo. Para escuchar los gritos de la hora del pánico: el cierre.    

Para mojarme si llueve.  Para pasar frío o calor si lo hace.

Para ahogarme de la risa viéndome en el espejo del gimnasio en clase de zumba.

Para mirar a alguien que me guste a los ojos.

Para hundirme de gusto en la butaca antes de ver en el cine una historia de ficción que sí supera a la realidad.

Para comer la deliciosa paella de Quique en una de las sedes de la otan.

Para que Mateo me dé una paliza a los bolos.

Para bailar con Pablo y Martín una playlist de imprescindibles que no termina nunca.

Para salir a pasear con Lola (97 años) por Carballo y darnos un baño de masas y besos.

Para planear las próximas vacaciones de Sangre Azul (yo me entiendo).

Un día menos para veros.

Editorial: Jennifer y Brad

Nunca hemos estado en la misma comunidad autónoma; ella es una estrella de Hollywood y yo una plumilla made in Galicia, pero siempre he considerado a Jennifer Aniston un poco de mi pandilla. Es decir, no tengo con ella la misma relación que con Jennifer López,  por ejemplo. De J-Lo o de cualquier otra Jennifer (Gardner, Lawrence…) no sabría interpretar ningún papel, pero las líneas de Rachel Green me las sé de memoria: de la primera temporada de Friends – “Well, maybe I´ll just stay here with Monica”–  a la última – “What I am doing? I love you!”-. El primer episodio de Friends se emitió en 1994,  el último, en 2004,  y yo he visto entera la serie como siete veces. Son muchos años juntas.   

Por todo esto siempre he querido que a mi Jen le vaya bien. Me cogí un disgusto del quince cuando Brad Pitt la dejó por Angelina; me enfadé como si estuvieran insultando a mi mejor amiga cuando la prensa amarilla hablaba de ella como si fuera una pobre mujer despechada; la defendí en tertulias caseras como si fuera prima carnal cuando la presentaban  como un bicho raro por no tener hijos; y celebré cada vez que la he visto recoger un premio, que es la forma más elegante de venganza.  

Cuando conozco a alguien, una pregunta test así rápida para saber cómo es la persona que tengo enfrente es precisamente esa: “¿Jennifer o Angelina?”. Puede parecer una tontería, pero da muchos datos. La respuesta no es vinculante, se puede remontar, pero si eligen a la morena, inevitablemente se abre una distancia entre nosotros y desconfío, como me pasa con la gente que dice: “A mí no me gusta el dulce”.  

No estoy orgullosa, porque es pensamiento de mala persona, pero confieso que cuando Brad y Angelina se separaron, me alegré un poquito. Desde entonces, como buena parte del resto del planeta, he deseado con todas mis fuerzas que él se arrepintiera y se diera cuenta de que Jen es única e irrepetible. La mitad por lo menos de las series más longevas y de muchas películas se aprovechan de ese instinto. La trama es siempre la misma: nos presentan una pareja súper riquiña (Rachel y Ross; Meredith Gray y Dereck Sheppard;  Alicia Florrick y Will Gardner…) y se pasan años (o sea temporadas) poniéndoles un montón de obstáculos para que el espectador vea un capítulo y otro y otro a ver si algún día por fin se dan un beso y otro día, mucho tiempo después, consiguen estar juntos.(Por cierto, no he perdonado aún a los guionistas de The good wife que mataran a Will).  

No estoy en la cabeza de Brad, pero me gusta pensar que cuando se paró delante de la pantalla a escuchar el discurso de Jen al recoger esta semana su premio del sindicato de actores a mejor actriz, por dentro había una mezcla de orgullo y nostalgia. Y creo que como yo, todo el mundo, de ahí la difusión del vídeo en cuestión en redes sociales. A mí me gustaría que volvieran a estar juntos, porque las mejores historias siempre incluyen, además de un romance tormentoso, un momento de arrepentimiento y de perdón. Jen es magnánima. Según he leído por ahí, invita a su ex a sus cumpleaños, y otra en ese percal, el otro día, a lo mejor, en lugar de sonreírle y tocarle con ternura el hombro, pasaba de largo con su vestidazo blanco –que por cierto, recordaba al de la boda-. Que se hayan hecho amigos también es un final bonito. Yo la apoyaré haga lo que haga. Es lo que se hace con los Friends.

Connecting people

Empecé 2020 volviendo a 2005. No fue algo voluntario. Perdí el móvil en nochevieja y tuve que recuperar mi viejo Nokia 6300, una pieza arqueológica, sin internet, ni whatsapp, ni Telegram, ni Twitter,ni Facebook, ni Instagram. Un teléfono

raso,  con solo dos funciones: llamar y enviar SMS. Meterme en la carpeta de mensajes recibidos –lo que tuve que hacer pulsando auténticos botones, porque la minúscula pantalla por supuesto no era táctil- fue como viajar en el tiempo; como encontrar un fósil, una huella antiquísima de mi paso por aquí. El primer mensaje tenía fecha de 2005, cuando no había smartphones o yo creía que no los necesitaba. Me pareció, leyéndolos, que pertenecían a alguien muy feliz; que la vida era más fácil, como los aparatos. 

La persona que leía los SMS, o sea yo, no había dormido precisamente por temor a quedarse dormida – los smartphones provocaron la extinción de los despertadores y otras especies electrodomésticas-. Y experimentaba un cuadro de ansiedad con angustia, palpitaciones e incluso alucinaciones, porque oía notificaciones de whatsapp que no existían más que en mi cerebro, como ese dolor fantasma que sucede a las amputaciones. No sé cuántas veces, en las 24 horas que estuve sin iPhone, hice el amago de buscar el teléfono que ya no tenía, pero fueron muchísimas.  Una cantidad patológica. 

En el metro, viendo a todos mis vecinos de vagón enfrascados en sus pantallas táctiles, llenas de aplicaciones y otras cosas maravillosas, sentí verdadera envidia. Los odié con todas mis fuerzas – a mujeres, hombres, adolescentes y ancianos-  y los puños apretados para engañar a las manos vacías. Saqué entonces del bolso mi reliquia. Acorralados, como estábamos, bajo tierra, pude escuchar perfectamente los murmullos y risas que iban cambiando de estación a estación. Abrí la carpeta de fotos y aparecieron unas sombras de colorines. Con mucho esfuerzo pude llegar a identificar un exnovio borroso y una ciudad distinta. Después abrí la carpeta de SMS. Estaban llenos de cosas bonitas.  Tan bonitas, que me sorprendió haberlas olvidado. Las escribían personas que me querían y que ahora lo hacen de otra forma. Eran dos o tres al día, no más. Pero cada palabra estaba muy bien elegida; no eran –ni literal ni figuradamente- gratuitas.  Algunos mensajes reclamaban de forma encantadora que ella volviera de un viaje, de un recado. Otros explicaban por qué él tenía ganas de regresar a ella. Había halagos desarrollados. Había intención y método. Comprendí que se trataba de un diálogo personal, intransferible, sin todas esas herramientas – emoticonos, gifs- que millones de personas utilizamos a diario por falta de imaginación, de ganas o de tiempo.  El soporte podía ser rudimentario; lo que se decía, nunca. 

Uno de los mensajes ya no era de este mundo y al leerlo escuché una voz que lamentablemente no oía desde hace mucho tiempo. Magia.

La lista de contactos era casi tan pequeña como la pantalla. Entonces no necesitaba tantos. Los que estaban siguen estando, pero en el nuevo teléfono aparecen ahora entre un montón de nombres, siglas y cargos. A algunos números de esa lista primitiva, original, ya no puedo llamar porque no hay nadie al otro lado.

Empecé 2020 viajando a 2005. Ya tengo iPhone, y he recuperado whatsapp, Telegram, Twitter, Instagram y Facebook. Pero echo en falta lo que ya tuve. En todos los viajes se pierde algo.  

Sabina

Me gustó mucho antes de entenderlo, como pasa a veces con las obras de arte. Yo era una niña y él, la banda sonora de mis padres, sentados en la primera fila de la sala de conciertos, que primero fue un Seat Ibiza y luego un Seat Toledo. A fuerza de darle vueltas a la cinta, aprendí aquellos estribillos tristes mucho antes de tener la edad para comprender por qué lo eran. Cantar sus canciones, a ratos en alto y otras para dentro, ayudaba a no marearse por aquella carretera llamada La Espina, que era el peaje de curvas que había que pagar para ir de Galicia a Asturias y de vuelta a Galicia.  El equilibrio, dicen, está en el oído.

Sabina nos acompañaba siempre. Él nos contaba sus cosas y nosotros, las nuestras. Cuando nació mi hermano, le presentamos al nuevo miembro del clan, que ya viajaba en una sillita de bebé por esa carretera a la que año a año iban borrando espinas.  

Algunas canciones nos hacían gracia, como “la del pirata cojo con cara de malo”, y el “¡todos menos tú!”, que cantábamos a grito pelado.  Crecer era entender de qué hablaba Sabina en las otras. Oír o dar portazos que sonaran a signos de interrogación. Saber que existía la posibilidad de un amor civilizado, pero que el bueno era el otro, el que mata, el que nunca muere. Aprender que hay besos que envenenan y que, a veces, los gatos se escapan por los tejados. Crecer era visitar la calle Melancolía, el boulevard de los sueños rotos, la posada del fracaso, la ciudad prohibida. Y volar, volar tan deprisa. 

El mundo era un escaparate, y Sabina te invitaba a entrar y ver todo lo que había dentro. Sus canciones te acercaban a lo que parecía muy diferente o muy lejos, como hacen los buenos reporteros. Podías ponerte en el lugar de princesas y magdalenas porque él sabía escribir líneas que borraban prejuicios-, y compadecerte de los soberbios – ver todo lo que se perdían por no estar atentos.  

Me educaron entre los tres -mi padre, mi madre y Sabina- . Y por eso me permito felicitarle desde aquí en su 70 cumpleaños. Es de la familia.    

Sirenas

Es un debate recurrente, y a veces acalorado, como el de Messi o Maradona; Brandon o Dylan; con o sin cebolla. ¿Funcionan las relaciones entre periodistas y no periodistas? Yo soy escéptica. Cuando algún compañero/a me cuenta que se ha echado novio/a, siempre les pregunto lo mismo: ¿Es periodista o normal? Lo hago desde el cariño y desde la preocupación. Porque sé lo que hay.  Empiezan muy bien –los polos distintos se atraen-, pero tarde o temprano se impone la realidad: las sirenas tienen que volver al mar, y los humanos, a la superficie. 

Me explico.

Por ser periodista, me creía que tenía cierto mundo, que sabía cosas. Es decir, había viajado a países que empiezan por Y; había estado en palacios y en chabolas, con reyes y yonquis, y una vez asusté a un empleado de Apple con la cantidad de contactos que tenía en el móvil –el hombre me cogió de la mano mientras esperábamos con angustia a que la agenda bajara de la dichosa nube-. Pero un día me di cuenta de que, en realidad, soy una ignorante. Y lo aprendí a lo bruto, en Instagram. 

Vi que la gente hacía un montón de cosas que yo no hago. Por ejemplo, pan. ¿Cuánto tiempo libre hay que tener para hacer tu propio pan? Les vi grabarse mientras hacían ejercicio con luz natural.  A-plena-luz-del-día. Les vi nadar, correr, esquiar, pedalear, subir montañas, bajar ríos, montarse en globo, pasar “una divertida tarde en los karts”; Les vi hacer cursos de maquillaje, de fotografía, de aeromodelismo; viajar (por turismo), plantar árboles, pintar cuadros, beber zumos de naranja en albornoz, recoger setas. Y mirar al infinito. Sin parar.  

Los periodistas vemos, en la distancia, ese mundo fascinante de ocio que nos enseña Instagram y queremos acercarnos. Nos mata la curiosidad. Entonces caemos, nos autoengañamos. Creemos que por emparejarnos con alguien normal se abre la posibilidad de tener una vida ídem, con jornadas de ocho horas, festivos, derecho a los hobbies y a hacer tu propio pan.  

Ellos también se autoengañan. Les gusta esa pasión con la que hablamos de las cosas, les hace gracia que a veces salgamos de refilón en la tele y que midamos el tiempo en legislaturas. Los comienzos son magníficos. Se divierten, se ríen, lo pasan bien. Al principio les enternecen nuestras crisis de fe, nos consuelan cuando lloramos y compran cava para brindar cuando damos una exclusiva. Quieren creer. Se agarran a nuestros días buenos como si no hubiera mañana, porque saben que mañana a lo mejor rellenamos dos en lugar de cuatro columnas y todo se desmorona. Las primeras semanas justifican con orgullo nuestras ausencias – “Ha tenido que ir a cubrir tal”; “Se ha quedado en casa escribiendo…”-. Pero un día se hartan de esa tendencia nuestra a pasar de la miseria a la euforia y otra vez a la miseria o de que nos acordemos del día en que dimitió fulanito, pero no de que habíamos quedado para cenar.  Lo que les parecía exótico empieza a resultar pesado; lo que les llenaba de orgullo, ahora les cabrea. Y es normal. 

Como ellos.   

Estoy convencida de que, si les preguntáramos, dos de cada tres médicos recomendarían esas alianzas, sobre todo a nuestro gremio, por lo saludable que resulta tener cerca a alguien que le reste importancia a las cosas y que intente hacernos descansar. Pero lo nuestro no tiene remedio, es crónico. No hay antídoto para este veneno y lo peor: nadie lo está buscando –he investigado-.    

Por eso cuando mis compañeros me responden: “Es periodista”, me quedo más tranquila. Pienso que tienen más posibilidades de sobrevivir y me los imagino comentando las portadas del día siguiente en la cama, antes de dormir, o jugando a las tertulias en casa…esas cosas que solo, ni fu ni fa, pero que en pareja te motivas, como los abdominales. 

Existe una tercera vía. A veces es más fácil si, aun dedicándose a otra cosa, la pareja comparte nuestra misma enfermedad, es decir, la vocación. Esto descarta la posibilidad de que me eche novios notarios, controladores de parquímetros o podólogos, supongo.  A cambio, creo que podría encajar muy bien con astronautas o espías. 

A ver, a alguno le ha salido, y desde aquí les felicito. Ahora aparecerán listillos con una ristra de nombres de parejas periodista-normal. Bien, son excepciones que confirman la regla, o candidatos a la beatificación, porque no hay quien nos aguante. Luego hay casos y casos. No daré nombres, pero conocí a una chica que se enamoró de una persona jurídica. Ella disimulaba, tenía sus novios y tal, pero el amor de su vida era una cabecera. Fue a primera vista. La pobre escribía cartas de amor todas las semanas a un código postal. Se quedó muuuuuy colgada. 

Lo demás es mucho más fácil: Maradona, Dylan, con cebolla.

Confesión

Yo no miento nunca. No me sale. Renuncié a la mentira hace años porque me provocaba muchísimo estrés y además me hacía fea (me ponía coloradísima). Pero el otro día mentí. Mentí, además, sin pensar, como una profesional, sin ponerme roja ni nada.
Pudo haber sido peor porque no le mentí a un ser querido, sino a un desconocido. Pero esa circunstancia atenuante no me sirve y esa mentira reciente, fresca, me atormenta. Después de darle muchísimas vueltas, he decidido entregarme y confesar.

Fue así:

Era la tarde previa a nochebuena. Yo estaba paseando por mi ciudad, A Coruña, después de haber comprado un regalo de última hora para mi padre. Iba feliz, pensando en qué filtros iba a poner en Instagram a unas fotos estupendas que había hecho del atardecer en Riazor y marqué el número de un amigo para felicitarle las fiestas. Fue entonces cuando El Desconocido, que no vio que llevaba puestos los auriculares del móvil, me tocó en un brazo y me dijo:

“Perdona, ¿te puedo decir una cosa?”

Yo contesté que sí y El Desconocido, que era bastante guapo y llevaba un abrigo de esos que me gustan a mí, tipo Zidane al borde del campo, me dijo la última cosa que me esperaba que me dijeran:

“Estás preciosa”.

Le pedí a mi amigo, al otro lado del móvil, que me esperara un momento. Así es como empiezan las películas de amor si estás en sitios tipo el puente de Brooklyn o Central Park, pero yo oí ese “estás preciosa” y automáticamente pensé dos cosas nada románticas:

1. Que era una cámara oculta y al día siguiente iba a salir en la gallega, es decir, que todos los hombres y mujeres de más de 70 años (que en Galicia son muchos) me iban a ver por la tele y se iban a reír de mí.

2. Que llevaba el bolso abierto y el guapo me acababa de robar la cartera.

Pese a todo, respondí:

“Muchas gracias”.

Lo dije para ganar tiempo porque no me fiaba. No me fiaba un pelo. Pero ahí no terminó la cosa porque entonces El Desconocido Bastante Guapo añadió:

“¿Te puedo invitar a salir en otro momento?”

Invitar a salir. Qué cosa bonita. Y yo no pude paladear esa invitación, esa frase tierna y antigua, que era como un minicuento de Navidad, porque ya me veía anulando las tarjetas y pidiendo cita para renovar el DNI.  

De lo que pasó después me avergüenzo muchísimo y desde aquí quiero pedir disculpas al Desconocido Bastante Guapo. Porque aquí es cuando yo, que nunca miento, mentí:

“Es que no soy de aquí”.

El Desconocido Bastante Guapo sonrió, se encogió de hombros, como si le hubiesen hecho una faena gordísima –intuyo que él sí era un profesional de lo suyo- y se fue con su abrigo de los que me gustan a mí a buscar otra preciosidad, supongo.

En cuanto salí de su campo visual –antes no porque tampoco quería ofenderle- examiné mi bolso y busqué de reojo la cámara oculta. Mi cartera estaba intacta y no se acercó nadie con un ramo de flores a decirme que era una broma para la TVG, lo que me confundió muchísimo. De camino a casa empezaron los remordimientos. ¿Cómo que no eres de aquí?

La mentira tiene más delito aún porque por supuesto yo soy gallega. Pero además no soy una gallega cualquiera, soy una gallega deliberada.

Me explico:

No es que yo naciera en Coruña y ya está. No fue tan fácil. Mi madre era de un pueblo coruñés, Carballo, y mi padre de un pueblo asturiano, Candás. Se conocieron en el medio, en Madrid, estudiando, y se enamoraron a fuerza de cruzar muchas veces la carretera que separaba sus respectivos colegios mayores, que estaban uno frente al otro, esperándolos. Mi madre tenía las mejores piernas de Ciudad Universitaria y mi padre jugaba al rugby. Con cualquiera de las fotos juntos que tienen de esa época se puede hacer una película. Al terminar la carrera (políticas ella, astrofísica él) se casaron y se fueron a vivir a Oviedo, donde se quedaron embarazados. Antes de dar a luz, mi madre regresó a Galicia para que yo fuera gallega de pro. Luego nos volvimos a Asturias y allí pasamos tres años hasta que ya nos instalamos definitivamente en Coruña. Por todo esto puedo decir que no soy una gallega cualquiera, sino deliberada.    

Desconocido Bastante Guapo, si lees esto, te pido disculpas. Y desde aquí te felicito: el método me parece fantástico y no apuntaste tan mal. Es decir, preciosa no soy, pero simpática y cariñosa sí; entretengo. El abrigo ese úsalo con moderación, nunca pasará de moda y para algunas de nosotras, es una debilidad. El gorrito que llevabas, yo me lo replantearía, pero es solo una opinión. En cualquier caso, gracias por el piropo navideño y perdón por la mentira: vivo en Madrid, pero soy de Coruña de toda la vida.   

 

 

San Valentín

No celebro San Valentín ni ningún otro santo, incluido el mío. Pero tengo una espinita clavada desde 6º de EGB y he pensado que podía utilizar estas líneas para hacer justicia.
Un 14 de febrero de hace millones de años, un niño de mi clase que apenas me hablaba me confesó su amor secreto dejándome un peluche en el pupitre con una nota cuyo contenido, lamentablemente, no recuerdo. Me encontré el regalo al subir del recreo y lo tengo que decir: No estuve a la altura. Mis compañeros se empezaron a reír como si no hubiera mañana y yo quise que me tragara la tierra. El niño que no me hablaba presenció toda la escena y puso la cara más triste del mundo. Yo tendría que haberme abierto camino entre las carcajadas y darle un beso de agradecimiento, pero no lo hice. Guardé a toda velocidad el peluche en la mochila y solo cuando terminaron las clases, pero desde la otra punta de las escaleras, cuando, por supuesto, no había nadie mirando, le sonreí. Eso fue todo.

Con el tiempo me di cuenta de cuánto mérito tenía aquel gesto que yo no supe corresponder. Para empezar, porque entonces yo era La Gorda de la clase. Para seguir porque él era El Tímido, y dejarme el regalo en el pupitre probablemente había sido lo más valiente que había hecho en su vida. Luego estaba el tema económico. Cuando se tiene una nómina, un regalo lo hace cualquiera. Pero cuando tu economía se reduce a la paga que te dan tus padres, desprenderse de tus pesetas es un asunto muy importante. Un acto de generosidad sublime, de renuncia a las pequeñas cosas que entones nos hacían felices, como, valga la redundancia, los happy meal, y los bumaflash que, por cierto, yo consumía en cantidades industriales. El niño que no me hablaba había hecho recortes en su estado del bienestar para comprarme a mí, La Gorda de la clase, un regalo. Quizás hasta se endeudó por mi culpa.

Y no solo eso. Me había dedicado tiempo. Había salido de casa solo con el propósito de comprarme algo. Había entrado en una tienda pensando en mí. Había barajado distintas posibilidades. Había escondido el regalo luego debajo la cama. Había esperado a que todos bajáramos al patio para depositarlo, hecho un flan, en mi pupitre. Había pensado y escrito una nota para explicarse. Y yo no le di ni las gracias.

Sirva esta nota como agradecimiento en diferido. Estoy convencida de que hoy eres policía o bombero o algo así. No había nadie más valiente en esa clase.