Bueno, pues hoy he vuelto a zumba después de tres días de ausencias (uno por master class, dos por culpa de Mariano Rajoy). No esperaba una pancarta de bienvenida, pero sí algo más que la indiferencia con la que me ha recibido la tribu del ojo pintado. El gimnasio es un sitio donde la gente va y viene y nadie te echa de menos. Es así. He encontrado a Paula más Diosa que nunca. Ella sí que me ha reconocido, yo creo, y en cuanto me ha mirado me he avergonzado de mi ferrero rocher de ayer y de las cervezas del lunes. Ella tiene ese poder. Y ya sé por qué es. Es la coleta. Algunos ya lo sabéis, pero para los que no, lo confieso aquí: yo era la gorda de mi clase. En el colegio me llamaban Natillas y cuando hice la primera comunión pesaba más de lo que peso ahora. A estos tres datos fundamentales de mi biografía le falta uno más: a mis padres les gustaba el pelo corto y de pequeña me obligaban a cortármelo a lo champiñón. A ellos ya les he perdonado, pero os podéis imaginar el efecto de aquella combinación fatal de cara-pan y corte a mitad de oreja. Para mí el cole es la clase de gimnasia, corriendo detrás de las niñas delgadas que llevaban unas coletas de caballo largas, perfectas, que se movían con gracia de izquierda a derecha delante de mí. Aún no sé cómo sobreviví. La coleta de La Diosa le llega por la cintura y en cuanto empieza a moverse como un péndulo al ritmo de esos espantosos hits del perreo, yo vuelvo a ser Natillas. A lo mejor no consigo que se me ponga un cuerpazo como el de Paula, pero ¿y lo que rejuvenezco?