Hoy he hecho un descubrimiento: en zumba, como en la vida, las mejores cosas pasan cuando te daba pereza salir y al final, sales y conoces al hombre de tu vida. Hoy he estado a punto de no ir. Estaba cansada y sobre todo, me daba vergüenza estrenar mis zapatillas nuevas -son horribles, pero no tienen agujeros-. Al final, me he armado de valor y he salido corriendo de casa hasta el gimnasio rezando para no cruzarme con nadie conocido. Y ha valido la pena porque al llegar me han hecho un regalo: UNA NUEVA. Una nueva, señores y señoras, de unos 55 años. Una pobre mujer despistada, que iba, como yo aquel día, en chándal, y que me ha preguntado, nerviosa, mientras se acariciaba una cadenita de oro: «¿Es muy intensa la clase?».
A ver, podía haber dicho toda la verdad, pero no me pude resistir. ¿Maldad? Probablemente. En zumba descubres cosas de ti misma que no te imaginabas. «No, no… Es muy divertido. El primer día cuesta un poquito, pero vamos, nada…», le dije.
Pobre mujer.
Como soy mala, pero no tanto, antes de que empezara la clase le aconsejé que advirtiera a la diosa que era su primera vez. Y yo creo que Paula había tenido un mal día porque lo que hizo durante los siguientes 60 minutos solo tiene un nombre: ensañamiento. Nos hizo hacer cosas que jamás habíamos hecho, más sentadillas que nunca, más saltitos, patadas y flexiones… Busqué varias veces a la señora para mandarle esas miradas de complicidad y ánimo que tanto hubiera agradecido yo mi primer día. La última vez, ya no estaba.
Señora, si lee esto, vaya al decathlon, cómprese unas mallas y vuelva a zumba. Lo vamos a pasar de maravilla y si tenemos suerte, ¡pronto llegará otra nueva!