Y que cumplas muchos más

  Mi abuelo Ángel no leía el periódico, le hacía una autopsia. Extraía del conjunto cada doble página, la examinaba de principio a fin y, una vez satisfecha su curiosidad, depositaba el trozo de papel manoseado y exhausto boca abajo sobre el sofá. Terminado el proceso, en el salón quedaba un montoncito de realidad, dispuesto del final hacia atrás, para el siguiente que quisiera saber qué cosas habían pasado en el mundo y, sobre todo, por qué habían pasado.

En mi casa siempre hubo un periódico. Mi padre compró El PAÍS desde el día que se vendió por primera vez, hace hoy 40 años, seis antes de que yo naciera y 30 antes de que empezara a trabajar en él. Para mi padre no solo era una forma de estar informado, sino un elemento esencial de su uniforme de ciudadano. Se vistió cada mañana con él para ir al sitio donde le dieron su primer trabajo, un colegio del OPUS donde se recomendaba otra etiqueta, y lo sigue llevando hoy al instituto coruñés donde da clases de matemáticas. Sobre la cabecera, para que quien lo coja prestado lo devuelva, escribe cada día con la pluma de corregir: “Junquera”. 
Llevar EL PAÍS a casa ha sido, probablemente, uno de los mejores regalos que me han hecho mis padres. El periódico no solo traía información, que es la mejor defensa ante cualquier circunstancia, sino temas de conversación. Y ese periódico me regaló, además, una pasión, es decir, el privilegio de no dejar pasar los días, sino disfrutarlos y sufrirlos y a veces, las dos cosas a la vez.  

Con mi hermano pequeño jugué, una temporada, a los telediarios. Yo le daba paso a “Gonzalo Junquera, desde el epicentro del terremoto” y siempre teníamos que cortar la emisión por “problemas técnicos” – a mi hermano le daban ataques de risa-. Aquella fue prácticamente mi única infidelidad a la prensa escrita. Hacía periódicos caseros; escribí en el del colegio, en el del instituto, en el de la Universidad. Siempre quise escribir en EL PAÍS.

Durante mucho tiempo abrí el periódico por la sección de cartas al director con la ilusión de ver publicada alguna de las “30 líneas mecanografiadas” que enviaba con el único deseo de ver mi nombre en sus páginas. Me publicaron muchas y en casa guardo aún decenas de aquellos tarjetones amarillos firmados por Jesús Ceberio que te hacían llegar para disculparse por falta de espacio cuando no las seleccionaban. Por aquella época, y no exagero, ni una carta de amor del chico que me gustaba superaba la emoción de la correspondencia correspondida o incluso rechazada –vía tarjetón amarillo- con el diario independiente de la mañana.  

Envié cartas desde la universidad y desde los medios en los que empecé a hacer prácticas. Llegó un momento en el que todo el mundo a mi alrededor sabía de mi obsesión y venía, por ejemplo, mi jefa en la Cadena SER con el periódico en la mano y me decía: “¡Natalia! ¿Otra?”.

Al terminar la carrera me ofrecieron un trabajo, pero lo rechacé para hacer las pruebas de ingreso del máster de EL PAÍS. Entonces compartía piso con tres amigas, todas consultoras, absolutamente involucradas en La Operación. Pronto se resignaron a tener en el salón una hemeroteca porque yo acumulaba periódicos y me costaba mucho – a veces varias semanas- desprenderme de ellos. El día de la entrevista personal, la última fase de las pruebas de ingreso en el máster, me pusieron una de esas camisas de marca y puños tiesos que habían planchado a conciencia para la ocasión. “Esto no es El PAÍS”, pensé, cuando me miré en el espejo. Me puse encima una cazadora de cuero y atravesé la puerta del periódico hecha un flan, obligándome a controlar mi entusiasmo. Por primera vez se me ocurrió pensar que podría asustarles, de la misma forma que en las películas los acosadores aterrorizan a sus víctimas cuando se les escapa un detalle que delata que llevan días espiándolas. Había semanas en las que yo enviaba tres cartas al director. O sea, era una acosadora. Me prometí a mí misma no decir nada de las cartas y negarlo todo si me descubrían. 

Cuando publicaron en el periódico la lista de admitidos en el máster me di cuenta de hasta dónde llegaba esa pasión y cuánta gente la compartía conmigo. El diario no citaba los nombres de los alumnos, sino el número que cada uno teníamos asignado. El mío -no se me olvidará nunca-, era el 241. No recuerdo haber comentado con nadie aquella cifra, pero aquel día recibí felicitaciones desde distintos puntos de la Península. Me escribieron niños con los que había ido de campamento a los 10 años, compañeros de facultad y por supuesto, todos los implicados en La Operación.  

Había escrito mi última carta al director. 

Me contrataron un mes después de terminar el máster y fue uno de los días más felices de mi vida, pero aún me pongo colorada al recordar la conversación telefónica con Vicente Jiménez, entonces director adjunto. Me llamó para darme la buena noticia y yo me quedé sin habla. Colgó después de varias incomodísimas pausas que me dejó –y no utilicé- para intervenir. “¡Muchas gracias!”, grité, cuando ya nadie me oía.  

Hoy me enfado con el periódico como uno se enfada con la familia, y celebro los éxitos, las exclusivas, los papeles de Bárcenas… con el mismo orgullo con el que un padre coloca el 10 de su hijo en la nevera. Han pasado diez años, pero como todas las pasiones, EL PAÍS sigue haciéndome disfrutar y sufrir. Ese es, supongo, el privilegio y la penalización por trabajar en lo que a uno le gusta. 

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